La primera onda sísmica llegó a la Ciudad de México a las 7 de la mañana con 19 minutos, 48 segundos y 5 décimas. La tierra comenzó a moverse. La siguiente llegó dos segundos después, con una aceleración del 18 por ciento de la gravedad, la más fuerte históricamente —en 1957 la aceleración de la onda que causó el terremoto fue de 2.5 por ciento—. Estas ondas se estrellaron, una cada dos segundos, en el Ajusco, el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl; rebotaron y chocaron contra las que venían en sentido opuesto desde el epicentro en la costa de Guerrero. El choque se dio en una línea que recorrió la ciudad de sur a norte por la calzada de Tlalpan hasta Tlatelolco.
A su estremecedor paso los derrumbes se sucedían. Para las 7:22, la ciudad había perdido la más grande propuesta urbanística y arquitectónica del siglo XX mexicano. Las ondas fueron tantas y tan poderosas, que provocaron no solo 5 mil muertos (según la cifra oficial de la tragedia humana), sino que en dos minutos derrumbaron la ciudad que había soñado la arquitectura modernista nacional. Lo mismo derribó edificios de Mario Pani, Pedro Ramírez Vázquez, y Carlos Obregón Santacilia, que de Félix Candela, Enrique del Moral y Enrique Yáñez.
Aquel 19 de septiembre de 1985, cuando se cayó el edificio A del Multifamiliar Benito Juárez en la colonia Roma, también se derrumbó la propuesta de Mario Pani de una ciudad vertical, con áreas verdes, deportivos, servicios de guardería y escuelas al interior del mismo conjunto habitacional, según afirma el doctor en arquitectura de la UNAM, Carlos González Lobo.
En el momento en que las escaleras de ese gigante de 13 pisos y 190 departamentos se partieron por la mitad, también se rompió la idea de que más allá de un espacio físico para estar y dormir, un hogar debería dar goce estético a sus habitantes, con relieves como los que el artista plástico Carlos Mérida había realizado en los muros de esa escalinata y que desaparecieron en dos minutos de temblor.
Cayó así una propuesta estética y una manera de vivir la ciudad; específicamente, con los 14 edificios de aquel Multifamiliar Juárez (uno derrumbado ese 19 de septiembre y los otros 13 dinamitados en los meses posteriores, como sucedió con otros tantos inmuebles) y los 12 de la Unidad Habitacional Nonoalco-Tlatelolco, empezando por el emblemático edificio Nuevo León, también obra del equipo de Mario Pani, quien fue el arquitecto más representativo de la urbanística entre los años cuarenta y sesenta, y en cuyo equipo de trabajo estaban, por ejemplo, Teodoro González de León y Estela Flores Berroeta, la primera arquitecta de México.
Pero esa propuesta abarcaba no solo unidades habitacionales sino también edificios públicos como la Secretaría de Comunicaciones y Transportes, obra de Carlos Lazo en la esquina de Eje Central y Xola; la Secretaría del Trabajo y Previsión Social, de Pedro Ramírez Vázquez, en la colonia Doctores; la Secretaría de Recursos Hidráulicos, de Mario Pani y Enrique del Moral, en Paseo de la Reforma; el mercado de Jamaica, de Félix Candela y Ramírez Vázquez, y el Centro Médico Nacional, de Enrique Yáñez.
“Era otra visión de la ciudad”, dice Carlos González Lobo para resumir esta innovación arquitectónica que, por lo menos en el rubro del urbanismo, dividió en dos al siglo XX del DF: antes del despacho Pani y después de él.
“Antes, la ciudad era como esta libreta —dice González Lobo mientras muestra un cuaderno acostado—: era una manzana delimitada por cuatro calles y con tres o cuatro casitas chiquitas. Lo que hicieron Pani y su equipo fue tomar esa manzana y pararla —explica mientras efectivamente levanta la libreta para simular un edificio—. Al parar la libreta, lo que queda aquí y acá —en los costados— son sendos parques donde caben jardines de niños, áreas recreativas, deportivas, lo que quiera”.
Eso se proponía en cuanto a urbanismo. Pero la innovación también fue arquitectónica: “Ahora fíjense —dice el arquitecto—, si yo levanto esa libreta sobre patas, abajo quedan áreas para comercios, médicos, dentistas, tiendas”.
Además se agregó una propuesta artística, o como le llamó la investigadora Louise Noelle (especialista en la obra de Pani), “integración plástica”: estatuas en los parques y murales y relieves en los muros de los edificios, como los de Carlos Mérida en las escalinatas del Juárez.
Eso eran el Multifamiliar Juárez, el Nonoalco-Tlatelolco y también el Miguel Alemán, que construyó el despacho Pani en el sur de la ciudad aun antes que los otros dos. “Había una propuesta estética de vivir la ciudad”, describe González Lobo. “Y en parte, su descrédito final tiene que ver con el 19 de septiembre de 1985 en México”. ¿Por qué? La respuesta es llana: “Porque se cayeron”.
Hundimiento
Las razones de su derrumbe son más complejas. Al calor del sismo y por muchos años se acusó a Pani. Es, sin embargo, un señalamiento sin sustento arquitectónico. “Del Multifamiliar Alemán (ubicado en la calle Félix Cuevas) no se cayó ni un vidrio. Es cierto que se cayeron dos edificios, el Nuevo León de Tlatelolco y un edificio A del Juárez, pero también se cayeron cerca de 700 edificios que no eran de Pani”, dice González Lobo.
Noelle incluso agrega el adjetivo “dramático” al hablar de lo que sucedió en el Multifamiliar Juárez después del terremoto: “(Fue) dinamitado a escasas semanas del movimiento telúrico para evitar que la institución propietaria tuviera que reacondicionar los edificios que podían reconstruirse”, escribió en el ensayo “La destrucción de la arquitectura en México”, publicado en la Revista de la Universidad, donde agregó: “La pérdida se acentúa puesto que no se tomó el cuidado de salvar, al menos, parte de los relieves de Carlos Mérida”.
En cuanto a Tlatelolco, dos semanas después del sismo, el Frente de Residentes de Tlatelolco denunció que 20 edificios (incluyendo el Nuevo León) tenían problemas de cimientos desde
antes del sismo. González Lobo explica que el gobierno de Adolfo López Mateos hizo habitacional un terreno que no lo era y los edificios se hundían. Antes del temblor el Nuevo León estaba en proceso de repilotaje, con ingenieros tratando de enderezar las patas que había ideado el despacho Pani.
“Pero no culpemos a los edificios ni a Pani. Se cayeron porque sucedió que unos estaba bien hechos y otros no. Y se cayeron porque con los criterios de la época, no resistieron la magnitud del sismo”, explica el arquitecto González Lobo.
Pero, sobre todo, lo recuerda porque ese 19 de septiembre, en una libreta que aún conserva, escribió en referencia a los conjuntos del despacho Pani: “Los proyectos de origen Le Corbusiano sobre pilotes hoy demostraron su absoluta ineficacia”.
Un Dios disparejo
Aquella ciudad de unidades habitacionales totales se complementaba con edificios públicos que también prometían bienestar al alcance de la mano. Por ejemplo, en su proyecto original para la Secretaría de Comunicaciones y Transportes, Carlos Lazo proyectó departamentos para los empleados y guarderías para sus hijos. Pensando que ahí pasarían gran parte de su tiempo, dio espacio para la obra plástica de Juan O’Gorman, José Chávez Morado, Francisco Zúñiga y Rodrigo Arenas, cuyas piezas se perdieron parcialmente.
Incluso en los mercados había propuesta estética, como los famosos paraguas de concreto de Félix Candela que se integraron al mercado de Jamaica y que se cayeron con los sismos.
El Centro Médico Nacional, obra de Enrique Yáñez, uno de los dos grandes arquitectos de hospitales en México (el otro es Enrique del Moral) tuvo que ser demolido. “Fue herido de muerte; lo tuvieron que tirar todo, volverlo a levantar al agregarle al nombre el ‘Siglo XXI'”, explica González Lobo.
Los hoteles del Prado y Alameda completan el cuadro de lo que con justa melancolía se puede llamar “el arte que el terremoto se llevó”.
El Del Prado era un imponente edificio de dos cuerpos unidos con un lobby espacioso. Arquitectónicamente, la obra representó una ruptura y, aunque resistió el terremoto, se decidió dinamitarlo junto con su historia. En su lugar ahora se levanta el Hilton y sólo queda en la banqueta una placa conmemorativa con errores de redacción.
El hotel Alameda, obra de José Villagrán y Ricardo Legorreta, era mucho más reciente (1961), pero aun así el sismo lo derrumbó con todo y su mítica piscina en la azotea, desde la cual se podía ver la Torre Latinoamericana.
Después del terremoto del 85, la ciudad dejó de pensarse como una utopía. “Cayó en manos rapaces”, opina González Lobo.
A 30 años del terremoto, de haber perdido aquella propuesta de ciudad, el arquitecto reflexiona: “Fue culpable la tierra. El terremoto fue muy asimétrico. Había en la calle Zarco esquina con Juan Segura un edificio donde no se rompió un vidrio; y al lado, cuatro vecindades en el suelo. ¿Cómo se lo explica? Como si Dios fuera disparejo”.