Poniatowska tiene en su novela síntesis luminosas al respecto: “Mientras Jorge (Cuesta) obsesionado por la perfección sufre con cada línea de su largo poema ‘canto a un dios mineral’, Diego Rivera pide asilo político para León Trotsky rechazado por los gobiernos del mundo”.
El ingenio de los contemporáneos, escribe Elena, su discurso sobre sí mismos y la revista Ulises hartaban a Diego Rivera, que conoce a fondo la vanidad de la bohemia. Pero tan pequeño era el mundo cultural de entonces que Novo, Cuesta y Villaurrutia acuden a la casa de Rivera en Mixcalco para ponerse al día en las tertulias que mantenían con Lupe Marín, LaPrieta Mula, como llamaba Diego a su mujer. Esas tertulias que tenían con ella eran un dejá vù de lo que Diego conoció en el París de principios del siglo XX cuando lo llamaban le Mexiquen.
Siendo injustos como lo fueron Novo, Cuesta y Villaurrutia podríamos preguntarnos: ¿quiénes han sido por sus obras o con sus obras más universales: los criticados muralistas por su ideología o sus malquerientes de entonces y de ahora?
La mayor aportación de nuestro país a la pintura universal la hicieron los muralistas. Sólo así entiendo las inmensas filas que se hicieron afuera del Museo de Arte Moderno de Nueva York cuando en 2011, para celebrar los 80 años de la inauguración del museo, montaron una exposición de Rivera con algunos de los murales transportables que se habían exhibido allí.
Dos veces única tiene, como todos los grandes libros, lecturas para distintos públicos: para el erudito cazador de datos (los historiadores del México moderno se acercan a las novelas de Poniatowska como a un gran archivo), para el lector medio que aunque conoce algunas anécdotas de la vida de los personajes siempre sale enriquecido y para quienes se acercan a una novela para descubrir un mundo emocionante que desconocían.
El buen oído de Poniatowska para contarnos sus historias con voces, como hace la premio Nobel Svetlana Alexievich; su mirada entrenada para captar en los gestos, ambientes y atmósferas que le ha dado su trabajo de cronista y el ejercicio cotidiano de la escritura han hecho que sus novelas generen una especie de campo magnético. Su prosa imantada por el fluir mismo de la escritura y su riquísimo sedimento de datos nos permiten escuchar a la mismísima Lupe Marín, acercarnos al secreto de la pasión de Diego por Frida, o a un Salvador Novo –a quien siempre hemos visto en pose de desplante y con muchos anillos– atrincherado en su oficina por el miedo que le produce La Prieta Mula.
También podemos verla deambular por París con un Luis Cardoza y Aragón prendido de su brazo queriendo seducirla con citas de autores franceses o resignado a acompañarla a comprar telas y regalos para su familia. Y aunque Frida Kahlo no aparece en primer plano, en ninguna parte de la novela es posible verla tan cerca como la vieron la propia Lupe Marín y sus hijas: cuando Frida se casa con Diego, Lupe Marín le alza el vestido para gritar: por estas piernas me han cambiado. No sólo eso: también es posible acercarnos a ese Jorge Cuesta atormentado por una prolongadísima crisis de identidad o verlo en su laboratorio, donde él era su propio conejillo de indias. El mismo al que consultó Aldous Huxley por sus experimentos con sustancias sicotrópicas; el mismo que amó y odió a Lupe Marín y con quien tuvo un hijo a quien su madre hacía dormir en la azotehuela sin importarle el frío.
En Dos veces única aparece Lupe Marín de cuerpo entero. Una mujer alta e insumisa, una tierra vasta y fértil, a veces árida, a veces tormentosa y despiadada, pero jamás plana
, una mujer rebelde y dura, mala madre según sus hijos y que se convirtió, con los años, en la mejor de las abuelas.
Rivera la pintó varias veces. En su primer mural, La creación, llena de vida, en Chapingo, como la tierra fecundada, y en aquel lienzo donde se aprecia la grandeza de sus manos, las mismas con las que quiso y logró a veces atrapar su mundo.
A veces me da la impresión de que Poniatowska no hace entrevistas, cuentos, novelas, sino partes de un gran mural de palabras, de un lienzo pintado con tinta que empezó a escribir desde que llegó a México.
Si Diego Rivera pintó su Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central, Elena nos ha ido entregando ese México que atrae y causa repulsa, con mujeres y hombres admirables y otros que preferíamos no conocer. Tal vez sólo le falte contarnos, de todas las historias que ha contado, la historia de sus días, la gran novela, la gran crónica sobre esa escritora que llevaba a su hijo mayor a sus entrevistas con los presos políticos en Lecumberri. La misma que arrullaba a sus otros hijos con la máquina de escribir. La misma que nos entrega en Dos veces única otra parte de ese México superior al que vivimos.