iemblo de tener miedo de aquello que me da miedo y que no veo ni preveo. Tiemblo ante lo que excede mi ver y mi saber mientras que eso me concierne hasta lo más profundo, hasta el alma y, como se dice, hasta los huesos. Dirigido hacia lo que engaña tanto el ver como el saber, el temblor es realmente una experiencia del secreto o del misterio, pero otro secreto, otro enigma u otro misterio viene a sellar la experiencia invivible agregando un sello o un ocultamiento de más al tremor (la palabra latina para temblor, de tremo, que en griego como en latín quiere decir tiemblo, estoy agitado por temblores; en griego también existe troméô: tiemblo, me estremezco, temo: y trómos, es el temblor, el temor, el terror. Tremendus, como el mysterium tremendum, en latín [adjetivo verbal de tremo] lo que hace temblar, lo aterrador, lo angustiante, lo terrorífico).”
Así preveía el filósofo francés Jacques Derrida los acontecimientos futuros en su Francia
Escenas dantescas que se han repetido a lo largo de la historia de la humanidad, y peor aún, se vuelven a repetir en este comienzo de siglo. Escenas que sacuden con un frío helado nuestros huesos y nuestras mentes y repetimos sin enmienda alguna. El hombre nuevo, aquel que se enseñorea de su tecnología cibernética, parece proyectar entre tumbas entreabiertas por las garras del olvido su herencia de guerras hacia el extraño entierro nuclear, lugar de la cita inaplazable y siniestras.