El sábado por la noche, seres del más allá y el más acá, y una que otra criatura de otras dimensiones, se dieron cita en el Centro Histórico para iniciar los festejos el Día de Muertos.
Fue una celebración muy viva y vital, harto vistosa y colorida, en la que decenas de miles, un chingo
de personas (como acostumbraba decir el fallecido cronista Carlos Monsiváis para referirse a una cantidad difícil de precisar) rindieron culto a la huesuda con un jubiloso desfile.
Fue el primero de su tipo en esta urbe, organizado por la Secretaría de Cultura capitalina.
El desfile tuvo como punto de partida el Hemiciclo a Juárez, ubicado en el costado sur de la Alameda Central, y su recorrido abarcó la avenida Juárez, un fragmento del Eje Central, la calle 5 de Mayo y la Plaza de la Constitución, donde concluyó.
Cientos de asistentes acudieron ataviados con ingeniosos disfraces. Fueron nueve los contingentes en los que se dividió el estridente desfile, admirado y aplaudido por miles de personas que lo disfrutaron durante sus poco más de 60 minutos de trayecto.
Este maremágnum humano, en el que vivos y muertos
gritaron, bailaron, saltaron, cantaron y rieron por igual, en un ambiente de sano y contagioso desmadre, fue acompañado por gigantescos alebrijes de cartón, algunos iluminados, así como por grupos musicales de diversos géneros, desde batucadas hasta bandas sinfónica de viento oaxaqueñas.
En una atmósfera de jolgorio, muy semejante a la de un carnaval, fue como concluyó este primer Desfile de Catrinas y Catrines, justo a un costado de la magna ofrenda de muertos instalada por el Gobierno del DF en la plancha del Zócalo, y con la cual se conmemoró a las víctimas del terremoto de 1985.