nvocar la cultura con la boca llena es un viejo hábito decimonónico, que a la hora de los esquemas presenta siempre un lado conservador (realista, imperial, porfiriano) y uno liberal. Este último alentó desde el principio la idea de que la joven Nación merecía ser instruida, ilustrada, educada, y con ese horizonte se emprendieron las obras de creación y pensamiento. Los miembros de la generación liberal o juarista del siglo XIX se asumieron maestros de la Nación en un sentido amplio y profundo. Buscaron poner el conocimiento en circulación a través de la creación, la crónica y la pedagogía. Guillermo Prieto, Ignacio Manuel Altamirano, Ignacio Ramírez, incluso Vicente Riva Palacio, invocaban al saber pensando no en los atenienses sino en los mexicanos, por ignaros y plebeyos que fueran.
En tanto la tradición neoclásica, vapuleada por el desorden independista, se recompuso en academias y cenáculos, dirigiendo sus gustos y aspiraciones a Europa, o sea Francia, buscando aceptación en las añoradas cortes, aún las venidas muy a menos en la Madre Patria. Los Habsburgo se habían instalado en Austria, y bien por ellos. Por eso hubo quien soñara en restaurarlos
aquí y se trajeron a Maximiliano, un primer experimento neocolonial de lo que el siglo XXI parece cumplir, aunque a la globalidad actual le basten reyezuelos y gerentes. Estos restauradores, que con fines descriptivos tildaremos de conservadores (ellos siempre se consideran modernizadores
) no suelen tener idea clara de qué es el pueblo
ni les despierta mayor interés como no sea por costumbrismo ornamental.
Los liberales tenían una idea estereotipada y general, pero generosa. Inspirados en el igualitarismo de las revoluciones francesa y estadunidense, alimentaban el ideal de hacernos iguales a todos. A mediados del XIX México seguía siendo abrumadoramente indígena. Y donde no, predominaba un mestizaje que en buena parte caía del lado indígena, bien por ser rural, bien por pertenecer a la entonces naciente clase trabajadora que Carlos Marx comenzaba a estudiar en Inglaterra con fines prácticos. Había que hacer con todos una sola cosa: mexicanos. Pluralidad, multiculturalismo y diversidad no eran conceptos de moda.
Con los positivistas, científicos
y generales ilustrados del porfiriato, la educación y la cultura se concentraron en la minoría masculina que podía optar por la preparatoria. Aunque al final del XIX la Iglesia católica andaba de capa caída, lo que no enseñaban ella o el Estado no lo enseñaba nadie. Los ideales de la Reforma se acomodaron al academicismo, los modales modernistas o la bohemia decadentista.
La Bola de 1910 reventó la prolongada siesta y puso en primer plano a los ignorantes, los incultos, la plebe, para desmayo de la aristocracia, más rancia que nunca. Una nueva generación de pintores, escritores, pensadores, abogados, compositores y educadores reparó en ellos, se les unió o los encabezó, y con el inteligente pulso de José Vasconcelos lanzaron a la cultura para educar la Nación. Esta vez el pueblo venía incluido: su historia era La Historia. Los murales de Diego y la épica novelística coincidieron con leyes obreras y la reforma agraria. Educación y cultura, juntas, devinieron una cruzada que durante el cardenismo sería heroica, con música de Revueltas como fondo. ¿Y qué hacía la derecha con los maestros?: los desorejaba.