esde niño visitaba con asiduidad curiosa Cuicuilco o Teotihuacán. Iba de la mano de su tío Manuel Gamio, que era un hombre tan sencillo y bondadoso como sabio
. Quizá por eso desde adolescente se comenzó a preguntar por los sentidos de existir en el tiempo. Para tratar de contestar esa pregunta estudió filosofía en la Loyola University de Los Ángeles y allí abrevó de la poesía y la historia de los grandes humanistas de la Grecia y la Roma clásicas. Aprendió griego y así pudo leer en su lengua original a Esquilo, Sófocles, Platón y Aristóteles. Así leyó la Ilíada y la Odisea, a Heródoto y a Tucídides. Así leyó a San Agustín en latín y gozó con Ovidio, Virgilio y Cicerón. Así preparó su tesis sobre Las dos fuentes de la moral y la religión, de Henri Bergson.
Esos eran sus días hasta que, según cuenta en Egohistorias, leyó a Ángel María Garibay en la monumental revista Ábside versando sobre la épica de la poesía náhuatl. Casi de inmediato, gracias al cobijo de Gamio se apersonó en el cubículo del padre Garibay y su vida cambió. ¿Sabe usted náhuatl?
, le preguntó don Ángel. Hoy todos los alumnos de don Miguel León-Portilla cuentan que ésa es la primera frase de su conversación. Del compromiso en la respuesta a esa pregunta se abren, en caudal, mil y un universos.
Después de libros que se cuentan por docenas, artículos que se cuentan por centenas y conferencias que se cuentan por millares, Miguel León-Portilla llega a sus noventa años pleno de sabiduría, de sentido del humor, de felicidad al lado de Ascensión Hernández. A él se deben empresas universitarias y culturales luminosas. Desde la permanente conservación en su grandeza del Seminario de Cultura Náhuatl y Estudios de Cultura Náhuatl hasta el resplandeciente impulso para que el Instituto Nacional de Antropología e Historia promoviera, coordinara y obtuviera en 2015 que la obra de Fray Bernardino de Sahagún fuera declarada Memoria del Mundo por la Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cltura.
A sus 90 años, Miguel León-Portilla ha alcanzado lo que Philipe Ariès llama la comunión misteriosa del hombre en la historia. Quizá por eso está a punto de concluir, acompañado de ese gran director de la Biblioteca Nacional de Antropología e Historia que es Baltazar Brito, una nueva edición de los llamados Códices Matritenses, poniendo en el buen lugar lo que el sabio Francisco del Paso y Troncoso colocó siguiendo la copia del manuscrito que se conservaba en el convento franciscano de Tolosa, que es una transcripción no muy fiel de la parte en castellano del Códice Florentino.