ansado de ver y no ser visto, decidió ser ciego. La gente ha dejado de ver, y su propio acto de ver se queda vacío, qué caso tiene. Ezequiel acariciaba la idea de tiempo atrás, sin tomarla en serio. De entrada, ¿cómo perder deliberadamente la vista sin lastimarse? Lo suyo nada tiene de masoquista, y mucho en cambio de búsqueda de un alivio al dolor y al tedio que le causaba el mundo, que lo penetraba por los ojos como un contagio, como un desperdicio, como un engaño. Ustedes perdonarán, dijo, pero ahí se ven.
Caminar por las calles y los parques, sentarse en un café, en la intimidad del hogar con amigos o familia, hacer el amor o la tarea, viajar en cualquier vehículo salvo bici o moto, a cada rato en escuelas y lugares de trabajo aunque esté prohibido. A la humanidad le ha dado por fiarse de una pantalla reluciente del tamaño de la mano. Nadie mira a nadie, ocupados los ojos y la atención en el dispositivo, que por añadidura puede fotografiar el instante que sea, y su imagen entonces deviene evento más que el evento mismo. Quien no mira aquí, pues su existencia presencial transcurre en otra parte, recibe por el nervio óptico y almacena en las neuronas la ilusión de estar aquí, y se considera con derecho a decidir si le gusta o no, y hasta opinar, carajo.
Ahí van todos y por ahí se están, como si sus ojos no les pertenecieran. Insomnes frecuentes, un poco todopoderosos pero frágiles, expuestos a los peligros de la distracción en espacios reales donde ocurren los accidentes, los asaltos y los desengaños.
Pero, ¡un momento! Pérense. Esta no es la verdadera razón del Ezequiel para quedarse ciego. Esencialmente visual desde pequeño, como la mayoría, con el oído adosado, pleno de música y ruidos, incubó por años la fantasía de cambiar el sentido dominante en su cerebro. En vez de abandonarse a los recursos fáciles de la mirada, decidió cancelarla y se entregó a las posibilidades del tacto. Además, fue descubriendo que entre menos veía mejor escuchaba, y sin ser fan suyo comprendió a Stevie Wonder y José Feliciano, ya no digamos a Ray Charles, su negro yonqui republicano favorito. Se dejó fascinar por la audición pura, sin más imágenes que las recordadas.
Atenerse el tacto impune es privilegio de escultores. De Fidias a Rodin han necesitado los ojos cerrados para recorrer las formas de los cuerpos, apropiárselos por las manos. Caso extremo, perverso pero conmovedor, sería Degas viejo, rodeado de bailarinas niñas, delicadas en tutú, semidesnudas. Obtuvo licencia poética, bajo pretexto de ser un simple impresionista en la tercera edad.