a carretera a Toluca es inmensamente ancha. Luego de casi una hora de trayecto, llegamos al club de golf Los Encinos, fraccionamiento nuevo a todo lujo situado en una colina de horizontes arbolados. En la entrada nos detiene un miembro de la polícia montada de Canadá: sombrero de fieltro, casaca roja, botas y pantalón de montar.
–¿Adónde van?
–¡Con Juanga! –grito desde el asiento de atrás y el caballo del polícia relincha espantado ante mi discreto tono de voz.
–¿Cómo se llaman?
–De parte de Carlos Monsiváis.
–¡Pasen ustedes!
Monsiváis, en efecto, va al frente de la caravana de la que forman parte Alejandro Brito y mi hija Paula. El VW de Alejandro se hace más chiquito a medida que las residencias se agigantan. Monsiváis, como es su costumbre, dirige, aunque nunca aprendió a manejar: A la derecha, vuelta, quebrándose, quebrándose…
Voy preparada para ver una horripilancia suntuosa con escalera cinematográfica y cascada de horrores como suelen ser las mansiones de los artistas.
–Aquí es –gruñe Monsiváis.
A la vista se ofrece todo lo contrario de lo que esperaba encontrar. Una casa de muy buen gusto (Todas mis casas son mexicanas
, aclararía más tarde Juan Gabriel), muebles coloniales, una alacena maravillosa, talavera poblana, cuadros de Julia López, una jaula de madera proveniente de Michoacán.
Juan Gabriel aparece en shorts de cuadritos y camisa también de cuadritos, pero más grandecitos. Señora
, me dice muy cortés en la presentación, pero luego entra en confianza y me llama madre
.
A Monsiváis le dice padre
o padrecito
. A Alejandro y a Paula ni los fuma. Bueno, a Alejandro un poco más, porque lo ha visto varias veces. La casa es tan acogedora, cada objeto es tan bonito, que me siento contenta. Juanga no tiene nada de divo. Ofrece café, refrescos, lo que ustedes quieran
. Dice: Me muero de hambre
y se come un plátano.
–¿Gusta, madre?
–Ahorita no, gracias.
–¿Dónde estaremos más cómodos?
Nos instalamos en la mesa del comedor. Juan Gabriel en la cabecera. Monsiváis frente a mí. Paula y Alejandro Brito esperan el término de la entrevista para tomarle fotografías. Me baño, me cambio, y entonces hacemos las fotos
, ha prometido.
–A ver, ¿qué me quiere preguntar, madrecita?, porque tengo muchas cosas qué decirle ¿eh?
–Antes le quiero agradecer la entrevista, porque me dijo Carlos que usted casi nunca las da.
–A Carlos lo que me pida. No puedo negarle nada por el amor y la admiración que le tengo a este hombre, sin dejar de saber que usted tiene sus propios méritos.
–¿Y cuáles son esas muchas cosas que tiene que decirme?
–Bueno, muchas cosas siempre y cuando me motive con sus preguntas. Tengo muchas cosas por hacer y me gusta más hacerlas que decirlas. Lo que más me gusta a mí en la vida es superarme. Creo que haber tenido la oportunidad de nacer es un gran triunfo que no cualquiera consigue, dado que son grandes cantidades de espermatozoides y solamente uno llega.
De allí en adelante creo que tiene uno la obligación de ser cada día mejor como ser humano.
Durante un largo momento Juan Gabriel habla de su infancia, de la tristeza vivida entre los 12 y los 14 años en un internado al que su mamá, por tener que trabajar muy duro como empleada doméstica, se vio obligada a llevarlo.
–Mi mamá me visitaba, claro que sí, pero las visitas en ese tiempo para mí no eran muy importantes, porque yo lo que quería era estar con mi familia.
–¿Cómo era su vida afectiva en el internado? ¿Había niños o maestros a los que usted quisiera especialmente?
–Sí. La tristeza era no estar con mi familia, con mi mamá, pero dentro de lo que es un internado, todo era muy bonito. Yo siempre he dicho que a los hijos no se les debe internar, que lo primero que se les debe dar es amor, amor, porque con amor crecen muy bonitos, y si a esto se les agrega una alimentación sana, muchísimo más todavía. Pero volviendo al internado, eran cuatro patios; el primero era para niños que, como yo, no podían estar con su mamá porque estaba trabajando y tal, y niños que eran inquietos, incorregibles, de los 12 años para abajo; había otro patio de este lado que era como un tribunal para menores, eso era lo malo, que estábamos revueltos, y en aquel tiempo la mayoría de edad era a los 21 años; otro patio era de mujeres y de costura y de esas cosas de ellas, y el cuarto patio era de talleres, donde estudiábamos hojalatería, carpintería, talabartería, todo eso. Ahí fue donde de chiquito conocí a un señor que se llamaba Juan, ya murió, quien me enseñó a trabajar hojalatería. Por él fue que me puse yo Juan, y Gabriel por mi papá. Cuando cumplí 14 años me escapé del internado no tanto porque quisiera irme con mi mamá, sino porque me encargaron tirar la basura y pude salir a la calle. Cuando vi que se iban tantos amigos, me quise ir también.