Por: Silvia Rousseau
Era verano de un año que no recuerdo, pero fue en este siglo. Visité a mi hija en Phoenix. Ella vivía en una casa con otras estudiantes y la dueña era una joven mujer de ascendencia oriental. Una tarde, antes de regresar a mi país, les prometí una cena mexicana: entomatadas de pollo, gratinadas.
Temprano acudí al supermercado, hacía mucho calor en el camino, pero ya instalada en la panza de aquel bodegón frío, iluminado y rebosante de mercancía, solamente se dedica una a comprar sin sudar una gota.
Busqué las pechugas de pollo y para mi sorpresa eran enormes, parecían pavitas, tomé el paquete más chico. Busqué en la sección de vegetales los demás ingredientes, ajos, cebolla, tomate… ¡Oh my God! ¿Qué era aquello? Parecían globos, espléndidamente rojos, carnosos, brillantes, no eran de este mundo, pero el cartel decía: Tomatoes y el precio por libra, así que tomé los necesarios para el guiso. Escogí el paquete de tortillas de maíz más parecidas a las mexicanas y un botecito con puré de tomate, luego de desembolsar unos buenos dólares en la caja, regresé a casa. Los rayos del sol ya eran lanzas de fuego, así es Arizona, una mentada de madre en cuestión de calor.
Por la tarde empecé a preparar la cena. Puse a hervir las pechugas con sal, ajos y cebollas, pero eran tan pálidas como una cartulina blanca, entonces no sabía que el sabor de ambos iba a ser parecido. Puse a cocer los tomates enteros, lo suficiente para retirarles la piel. Ahí empezó el desastre. Con cuidado de no quemar mis dedos, intenté retirar la piel de aquellas bolas rojas y fue un desastre, no se desprendían como sucede con los tomates de Sinaloa. Debí usar un pelapapas para acelerar el procedimiento. Acto seguido cada vegetal fue a la licuadora con sal, ajos, cebollas y una bendición. El resultado fue una mezcla homogénea, pero no tenía sabor a tomate, era demasiado ácida para mi gusto. Pensé que la cocción terminaría por darle el punto al puré, pero fue al revés: entre más se deshidrataba la cosa esa, más ácida se volvía, era un puntapié directo al estómago. Vacié el frasco de puré industrializado esperando un milagro, pero aquello no mejoraba. Por otro lado, las pechugas deshebradas parecían ligas sin sabor. Estuve tentada en tirar todo a la basura, pero con la esperanza de que el queso ayudaría, terminé mi platillo. Se veía muy apetitoso el platón con las entomatadas, pero en sabor nunca estuve satisfecha.
Tiempo después, leyendo aquí y allá descubrí que, en la tierra gringa los tomates rojos conservan su sabor inmaduro, pues lo importante es que se vean maduros, es una ilusión lo que una compra en la tienda de comestibles, así decía el artículo, ni más ni menos.
No volví a cocinar entomatadas allá. Años después, en la casa de mi consuegra, preparé un caldo de queso sonorense. Al principio la familia política no se animaba a probarlo, pero después hasta le agregaban chile verde extra, repitiendo que la sopa estaba muy buena y nos comimos el resto del caldo al día siguiente, hasta la última papita. Esta vez, tuve el cuidado de llevar en mi maleta los ingredientes secretos de esta receta.