Olor a gas, agua corriendo por ahí, tránsito dirigido, puntual, espontáneamente, por personas desde luego no salidas de la nada, pero que daban esa sensación, una sensación que algo tenía de fantasmal y algo tenía de angelical, es decir, juntos los adjetivos, de muy precisamente humano…
Gente por fuerza caminando y otra quizá no por fuerza sino por algo hacer, o en procura de alguien, o por abatimiento, o por un algún extraño impulso de deambulante estupefacción. (No había curiosidad: todos sabíamos que, en el ahora de ese entonces, habitábamos, ya, otro mundo).
Periodistas que éramos –y somos–, logramos, luego de dejar el automóvil estacionado en cualquier parte, rebasar el acordonamiento y a pie hacia el centro avanzar. Si intercambiamos palabra o no, yo sólo recuerdo el enorme, a la vez claro y denso (como si atravesáramos un paisaje de invisible neblina), quieto e inquietante, amplio y concentrado, contundente silencio.