Economía: tras la pandemia, la guerra – La Jornada Maya
La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) informó que la inflación en los países que la conforman promedió 7.7 por ciento anual en febrero, la tasa más alta desde diciembre de 1990. Aunque México está ligeramente por debajo de la media con 7.3 por ciento, las cifras varían de acuerdo con los sectores de actividad: mientras nuestro país tuvo el índice más bajo de incrementos en los energéticos (de 5.1 por ciento, frente al 26.6 por ciento promedio, y picos de hasta 97 por ciento en Turquía y 61 por ciento en Bélgica), en alimentos el alza nacional de 13.4 por ciento se ubica por encima del promedio de 7.29 por ciento, aunque lejos de los récords de Turquía (64.5 por ciento) o Colombia (23.3 por ciento).
Esta inflación generalizada y su especial impacto en insumos básicos se deben por una parte a las alteraciones económicas ocasionadas por el frenazo económico que significó la lucha contra la pandemia de Covid-19 y, por la otra, a los impactos del conflicto armado entre Rusia y Ucrania, así como las sanciones económicas impuestas en contra de la primera de esas naciones. En este sentido, el secretario general de la ONU, Antonio Guterres, afirmó que la interrupción de las cadenas de suministro mundiales causada por las represalias contra Moscú afecta a 74 países en desarrollo y a mil 200 millones de personas “que son especialmente vulnerables a la subida de los precios de los alimentos, la energía y los fertilizantes”. El funcionario ejemplificó que en el último mes los precios del trigo han aumentado 22 por ciento; los del maíz, 21 por ciento, y los de la cebada, 31 por ciento.
Una de las naciones más conmocionadas por esta ola inflacionaria es Perú, donde la importancia de la agricultura para millones de familias se conjuga con una alta dependencia de los fertilizantes provenientes de Rusia. En este país andino el alza en los precios de combustibles, alimentos y fertilizantes provocó protestas y bloqueos carreteros, sobre todo en áreas rurales, que ya han dejado decenas de heridos y al menos tres muertos, además de poner en jaque al gobierno del presidente Pedro Castillo por el descontento entre los sectores que constituyeron su base de apoyo social en las elecciones del año pasado.
La situación peruana es sin duda delicada. Por un lado, no puede ponerse en duda la legitimidad de las manifestaciones, pues está claro que la inflación súbita trastoca las vidas de campesinos y trabajadores cuyas condiciones ya eran de por sí precarias. Por otro, son pocos los recursos a la mano del mandatario para atender un fenómeno que escapa de su control, y que además lo ubica en una posición de debilidad, debida a su falta de mayoría parlamentaria y los acomodos con fuerzas políticas adversas a los que se ha visto orillado.
Resulta alentador que el presidente Castillo derogara el martes el toque de queda impuesto en la capital. Cabe esperar en lo sucesivo que las salidas a la crisis en su país se busquen siempre por la vía del diálogo, resolviendo las demandas que se puedan atender, pero también con una comprensión social de que a nivel nacional no podrán generarse todas las respuestas a un problema global.
Edición: Emilio Gómez