Ficus de San Jacinto: Matando árboles | Clima y Medio Ambiente | EL PAÍS
En medio de este verano tórrido —probablemente el primero de los muchos que nos amenazan—, ha habido, creo, una gran noticia: un grupo de personas ha logrado salvar la vida de una criatura extraordinaria, ese ficus centenario de la iglesia de San Jacinto de Sevilla, primero abandonado y después agredido por quienes se creen sus dueños, el párroco y el Ayuntamiento de la ciudad.
Algo está empezando a cambiar en España para que se produzca un movimiento de tantos ciudadanos en torno a un árbol y para que un juez paralice su tala. Somos, tristemente, un país de auténticos arboricidas, asesinos en serie de árboles. Por los geógrafos antiguos como Mela, Estrabón o Plinio, sabemos que la península Ibérica era hace dos mil años un lugar ampliamente cubierto de bosques. Ahora, sobrevolar nuestro territorio encoge el corazón: hectáreas y hectáreas de tierras en proceso de desertificación, de las que todo ha sido arrancado y en las que ya no crece ni una brizna de hierba, ni la más leve sombra de algo que suavice el duro amargor del polvo y las rocas.
A los muchos siglos de construcción de barcos para nuestras flotas de América y para nuestra armada —que terminaron con buena parte de los sabinares y robledales del país— se unió, ignoro en qué momento, una mentalidad de “pseudoeconomistas agrarios”: todo lo que no ofrezca un rendimiento inmediato, bien visible y cuantificable, no tiene ningún valor. Hemos llegado a la conclusión de que los árboles que no nos den de comer a nosotros, a nuestro ganado o a nuestras fábricas —sobre todo las de papel— no sirven para nada. Así que, o bien los abandonamos —como nos gritan nuestros bosques cuando se queman—, o bien los vamos matando, sin más. Les quitamos la vida con una absoluta indiferencia, como si ese fuera un gesto inocuo, el manotazo con el que apartamos algo que nos molesta: porque dan sombra en esa zona de nuestro jardín donde no nos apetece que la den, porque incordian a los coches que quieren circular a gran velocidad por carreteras pensadas para ir despacio, porque quizás algún día —quizás— sus raíces terminen por levantar esa zona de hierba que hemos decidido asfaltar (y vaya si nos gusta asfaltar). O, sencillamente, porque son propiedad nuestra, y con lo que es nuestro hacemos lo que nos da la gana.
Pero un árbol —un simple y asombroso árbol— no debería ser propiedad de nadie. Toda la vida que es capaz de contener, toda la riqueza que le ofrece al mundo de manera gratuita no le pertenece a un único individuo, sino a la humanidad en su conjunto, y en especial a la del futuro. Ese reino vegetal que tanto menospreciamos es infinitamente más generoso que nosotros, los sabios seres humanos. Los neurobiólogos que estudian las plantas, como Stefano Mancuso, nos están haciendo entender cómo, desde su quietud, interactúan continuamente entre sí, siempre colaborando las unas con las otras.
Son tan generosas, que de ellas —sean pequeñas como la hierba o grandes como los árboles— obtenemos infinidad de dones. Nos dan oxígeno y humedad, apagan los ruidos, moderan las temperaturas —sí, moderan las temperaturas—, suavizan los vientos y sostienen las tierras, al tiempo que las alimentan para que crezcan otras plantas. Nos ofrecen comida y medicinas, sombra y material para construir nuestras casas y nuestros utensilios, energía para calentarnos. Además de belleza, mucha belleza: no hay nada más hermoso sobre este planeta que una flor, con toda esa perfección concentrada en unos diminutos centímetros de delicada materia, o un árbol que se encarama hacia el cielo, lleno de firmeza y entusiasmo.
La complejidad y el altruismo de cualquier planta —una lechuga, una peonía, un viejísimo ciprés— merecería por nuestra parte toda clase de loas, monumentos y cultos: sin ellas, nuestra especie no sobreviviría, asfixiada probablemente en su propia inmundicia. Que las menospreciemos y las matemos alegremente tan solo habla de nuestro inaudito nivel de estupidez.
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Por el bien de todos, espero que el ficus de San Jacinto reviva, que lo cuiden como se merece y que su bondad y su frescor acojan durante mucho tiempo a quienes han sido capaces de salvarlo de la destrucción, y a las hijas de sus hijos.
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