Controlar el poder – Pulso
El Estado constitucional moderno, que surgió hacia finales del Siglo XVII, se distingue de todas las formas previas de organización del poder político (los Estados absolutos, la organización feudal típica del Medioevo, los imperios antiguos, las ciudades-estado, entre muchísimas otras), porque en aquél se busca que el poder público esté limitado, controlado y regulado por el derecho.
Se trató de una conquista civilizatoria de la modernidad que tuvo el propósito de evitar que el eventual abuso del poder (ante la falta de límites, controles y regulación del mismo) se tradujera en una merma o eliminación de las libertades y los derechos de las personas que estaban sujetas a sus mandatos. Así desde sus orígenes, el constitucionalismo moderno se ha caracterizado por instrumentar y perfeccionar técnicas de limitación del poder político para evitar que en su ejercicio se cometan excesos que pongan en riesgo los derechos de los gobernados. La lista de esas técnicas es larga, pero esencialmente hay seis cuya presencia resulta indispensable en los así llamados Estados constitucionales:
1.- El reconocimiento de derechos humanos a todas las personas que habitan en una sociedad y que, al ser prerrogativas o esferas de libertades individuales que no pueden ser vulneradas por el gobierno, se convierten en límites a su actuación;
2.- La división de poderes que impide la concentración en unas manos del poder estatal y divide las funciones públicas en órganos diversos (a los tres poderes clásicos —Legislativo, Ejecutivo y Judicial— hoy se suman múltiples agencias públicas autónomas que tienen el mismo propósito de limitación del poder) para que entre ellos se controlen y acoten recíprocamente;
3.- El principio de legalidad, que implica que las autoridades sólo pueden hacer aquello que les está expresamente facultado por normas preexistentes y nada más;
4.- El principio de supremacía constitucional, que supone que ninguna ley y ningún acto de autoridad puede ir en contra de lo que dispone la Constitución al ser ésta la norma suprema, es decir, el punto de referencia y de la que se derivan todas las demás;
5.- El principio de rigidez constitucional, que plantea que las modificaciones a la Constitución deben requerir procedimientos agravados respecto de la actividad legislativa ordinaria, para proteger así el contenido incluido en las cartas fundamentales frente a la voluntad de las mayorías simples.
6.- Finalmente, el principio de control de constitucionalidad, que implica la existencia de mecanismos de garantía —generalmente en manos de tribunales constitucionales o de cortes supremas— para vigilar que ninguna norma o acto de autoridad transgreda los principios, reglas o contenidos establecidos en la Constitución y, en caso contrario, determine su nulidad o inaplicabilidad.
Las democracias constitucionales son una forma de Estado en las que, además de contemplar las técnicas de limitación del poder antes expuestas, que son propias de los estados constitucionales, el acceso al poder público ocurre de manera democrática, es decir, por regla general, a partir de elecciones auténticas en donde a través del sufragio universal y libre las y los ciudadanos deciden quienes ocupan los espacios en los órganos de representación política (asambleas, congresos o parlamentos) y de gobierno (los cargos ejecutivos electivos).
Lo anterior quiere decir, en consecuencia, que en las democracias constitucionales —como en el caso de México— si bien las mayorías tienen el derecho de decidir políticamente (es decir hacer leyes) y de gobernar, ese derecho no se traduce una potestad absoluta para que la mayoría (por cierto, siempre efímera —todos los cargos en una democracia son temporales— y cambiante) pueda hacer lo que se le pegue la gana; sino que en su actuación ésta invariablemente deberá ajustarse a los límites y los controles que la propia Constitución establece. La finalidad de esa regla básica es evidente: salvaguardar los contenidos constitucionales frente a las mayorías para evitar que, de otro modo, las mayorías actúen arbitrariamente dando paso a lo que Alexis de Tocqueville llamaba la “tiranía de la mayoría”.
En los tiempos que corren, en donde en nombre de la mayoría y de una malentendida “democracia” se suele sostener que “no me vengan con que la ley es la ley” para justificar arbitrariedades desde el poder, a veces recordar cuestiones básicas, como las antes mencionadas, resulta indispensable.
(Investigador del IIJ-UNAM)