Canadá, un paraíso natural en llamas: “Es como si nos hubieran robado el cielo” – EL PAÍS
A los vecinos de Chibougamau los incendios que desde junio asolan Canadá les han robado el cielo. Ya casi han superado el susto de verse cercados por una lengua de fuego y el denso humo que volvió su aire irrespirable. Ahora lo que les sobrecoge a diario es la extrañeza de verse privados de horizonte, como ciegos. Un gris amenazante, espeso, se ha adueñado del cielo, mientras los contados rayos de sol que lo traspasan tienen algo de sobrenatural, no la simple condición de la luz. Como Chibougamau, Canadá es un paraíso natural en ascuas por una pavorosa ola de incendios, la peor de la historia reciente, que ha quemado casi diez millones de hectáreas, obligado a evacuar a casi 160.000 personas y provocado una nube tóxica cuya contaminación ha alcanzado otros países, incluso al otro lado del Atlántico. De oeste a este, de la Columbia Británica a Quebec, el país se quema.
“Yo no quería irme, he vivido muchos incendios, pero el humo era irrespirable, la alcaldía dio la orden de evacuar y nos marchamos. Hoy estamos bien, más o menos tranquilos, pero tengo una sensación extraña, es como si nos hubieran robado el cielo, que aquí siempre estaba azul y claro. Es como si hubieran tapado con una capa de cemento el horizonte”, explica Marthe, jubilada, que vive frente al lago, donde los niños disfrutan de la playa municipal —todo es un alarde de servicios públicos impecables— y donde el espejo de la superficie del agua solo devuelve opacidad.
La amplia masa boscosa del país, ininterrumpida y con árboles de hasta 12 metros de altura; la ausencia de núcleos habitados —pueden recorrerse cientos de kilómetros sin encontrar un solo pueblo— y, por tanto, la ausencia de barreras; la sequía y unas temperaturas inusualmente altas han prendido la mecha de la peor temporada que se recuerda desde que comenzaron a registrarse con precisión los incendios, en 1986: esta semana había 800 activos en todo el país, frente a los 640 de la semana anterior. En la provincia de Quebec, donde se halla Chibougamau, había este jueves 42, todos ellos controlados.
En total, han ardido 9,6 millones de hectáreas (1,5 millones, en Quebec), muy por encima del peor dato previo, en 1989, cuando se quemaron 7,6 millones, y 11 veces la media registrada en la última década, según el Centro Interservicios Canadiense contra Incendios Forestales (CIFFC, en sus siglas inglesas). La conjunción de tormentas secas, con fuerte aparato eléctrico, y temperaturas récord como las registradas el fin de semana pasado en el oeste del país han alimentado todavía más las llamas. Baste el ejemplo del pico registrado la semana anterior, cuando se declararon 548 nuevos incendios, 406 de ellos debidos a rayos, según el CIFFC. En lo que va de año, ha habido 3.960 fuegos en el país.
“La principal fuente de riqueza de la zona, la madera, se ha convertido en la mayor amenaza”, cuenta otro vecino, Jean Denis. “Además del humo tóxico, podían verse las llamas, pese a todos los intentos de los bomberos de establecer trincheras alrededor de la ciudad, talando los árboles más cercanos”. Denis, su compañera, y el bebé de ambos se fueron a Quebec cuando se dio la orden de evacuación. “Mi pareja trabaja para el Gobierno de Quebec y nos marchamos sin dudarlo, el humo era irrespirable. Estuvimos fuera una semana, no podíamos exponer al bebé”.
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Casi 7.200 personas fueron desalojadas a primeros de junio, de golpe. “Se fue toda la población, nos quedamos solo el personal municipal, bomberos, policías, un médico y dos auxiliares, así como servicios mínimos en hoteles y restaurantes para atender a los bomberos y militares”, explica Manon Cyr, alcaldesa de Chibougamau, la principal puerta de entrada al llamado incendio #334 —están todos numerados—, en cuya extinción participaron bomberos españoles. La mayoría de los evacuados recalaron en Roberval, localidad balnearia a unos 300 kilómetros al sur. Durmieron varios días en el polideportivo mientras la población local se desvivía con ellos, con esa mezcla de eficiencia y amabilidad que define a Canadá.
“Ahora mismo en la zona hay solo dos fuegos, ambos controlados”, dice Cyr, señalando dos grandes rombos rojos en el mapa desplegado en su despacho. “No suponen riesgo en principio para la población, aunque se ha evacuado a las personas más vulnerables de un par de aldeas próximas por el humo. En su momento, el mes pasado, también se desalojó a dos comunidades originarias [indígenas] del área, que no querían dejar su tierra aunque estaban rodeadas por las llamas”. Las emisiones de carbono generadas por los incendios alcanzaban a finales de junio números récord, 160 millones de toneladas, el registro más alto desde 2003.
Cyr, que habla con entusiasmo de los bomberos españoles desplazados a la localidad, acaba de recibir el parte diario de los militares desplegados en el área, “un centenar, más un destacamento nuevo que llegará próximamente”. Alrededor de 3.790 técnicos y bomberos procedentes de 11 países se han unido a los 3.800 canadienses, a los que apoya su Ejército. El último número es la suma de los despliegues de las diferentes provincias, pues no hay un cuerpo nacional de bomberos. Otra relectura posible sobre los recursos humanos de los que el país depende para esta batalla, máxime cuando todo indica que el cambio climático aumentará la duración y la intensidad de los incendios forestales.
En Canadá, el 94% de las tierras forestales son públicas, pero su gestión recae en manos de las 10 provincias y los tres territorios, muy celosos todos de sus competencias. Eso provoca distintos enfoques, desde la gestión de la extinción hasta la cuantía de los presupuestos de prevención o la decisión de talar o no árboles secos. La siempre delicada relación entre Ottawa y las provincias se ve sometida también a la prueba del fuego.
Canadá es hoy algo parecido a un castillo asediado por las llamas. Con sus fortificaciones: una línea de trincheras a modo de cortafuegos y un perímetro despojado de vegetación para privar al fuego de combustible. Métodos en apariencia medievales pero los únicos aplicables en zonas donde la masa forestal es continua, además de tupida: las carreteras, y las pistas de tierra que conducen a los lagos y las numerosas reservas faunísticas, son prácticamente los únicos cortafuegos existentes.
En la sala de reuniones de la Sociedad de Protección de los Bosques contra el Fuego (Sopfeu, en sus siglas francesas), una empresa sin ánimo de lucro a la que el Gobierno de Quebec ha encomendado la gestión y extinción de los incendios en la provincia, un gigantesco mapa detalla el perímetro de uno de los incendios. “Las excavadoras [para abrir cortafuegos] actúan primero en la franja más cercana a núcleos habitados, si los hubiera. Luego delimitan el resto del incendio talando todos los árboles alrededor”, explica Josée Poitras, portavoz de Sopfeu, subrayando con el dedo un zigzag que indica un límite ya trazado.
El trabajo en la retaguardia
Entre el sonido del rotor de los helicópteros y avionetas, incesante, Dave Taillon, responsable de mantenimiento del almacén de Sopfeu, confirma que junio es siempre el peor mes. “Pero julio tampoco está dando tregua, comparativamente, y estamos preparados para aguantar en tensión al menos hasta octubre. La dimensión y la intensidad de los fuegos indican que van a durar todo el verano”. En un gigantesco lavadero dos operarios limpian a diario las mangueras, mientras otros revisan las piezas de las motobombas tras cada operación.
La sede regional de Sopfeu se ubica en el aeródromo de Roberval, donde aterrizan y despegan sin parar avionetas y helicópteros de la empresa, y donde también llama la atención el trabajo en la retaguardia: la precisión quirúrgica del material, el cribado de los satélites en la sala de pantallas, en la que este miércoles colaboraba un bombero australiano; incluso la intendencia administrativa que se encarga de buscar alojamiento o comida a los bomberos que operan en mitad de ningún sitio. “Son tareas invisibles pero vitales, como asegurar que los bomberos que se trasladan cada día hasta el fuego en helicóptero puedan descansar y alimentarse en zonas donde no hay nada”, corrobora Poitras.
En la interminable ruta que lleva a Chibougamau, casi 600 kilómetros al noroeste de Quebec, sólo destaca el paisaje prístino de lagos y bosques, entre aburridas rectas que transitan los camiones madereros. El coste de los incendios en esa industria, así como en la minería y el ecoturismo, es incalculable, y el Gobierno regional ya ha anunciado ayudas y líneas de crédito a las empresas. Chibougamau, por ejemplo, ha prohibido la acampada y la pesca, sus principales reclamos turísticos, para no añadir riesgos.
Por eso la temporada alta ha empezado renqueante, apunta Stéphane Travi, dueño de un motel en Roberval al que los evacuados de Chibougamau le salvaron las cuentas en junio. “A nadie se le ocurría venir a disfrutar del lago, todo era una nube naranja, pero se nos llenó el motel de gente desplazada. Ese movimiento le dio una vida distinta al pueblo. Se pagaron ellos mismos las habitaciones porque preferían la intimidad de un cuarto al polideportivo, y también hubo mucha actividad en los restaurantes”. La factura de los fuegos de Quebec, cuya gestión y extinción depende enteramente de Sopfeu, la paga el Gobierno regional. “Es Quebec quien paga todas las operaciones”, recuerda Poitras.
Prueba de que el cambio climático ha dejado de ser una amenaza para convertirse en una nueva realidad es la conjunción de fenómenos extremos en los últimos días en el país: la temperatura más alta registrada en la Columbia Británica, 40 grados el pasado fin de semana; lluvias torrenciales en Quebec y, como resultado, inundaciones. Tormentas con fuerte aparato eléctrico iluminaron los cielos grises de Roberval y Chibougamau a mediados de semana, mientras la alerta por la mala calidad del aire se disparaba. Todas ellas manifestaciones en grado sumo, desatadas, como inexcusables señales de alarma del calentamiento global.
Aunque el fuego recorre como una franja todo el país, de costa a costa —otro fenómeno nuevo—, a medida que los incendios van siendo controlados los bomberos forestales pueden pasar a la ofensiva y luchar contra otros que hasta ahora estaban abandonados a su suerte debido a la escasez de personal —otra de las lecturas de esta crisis— y a los esfuerzos por establecer prioridades: la primera, proteger los núcleos habitados.
La impronta del fuego marcará a generaciones, como la de las simpáticas socorristas de la playa de Chibougamau, que no querían perderse su graduación pero que tuvieron que salir con lo puesto, apenas una mochila, huyendo de las llamas. “Para la fiesta de graduación siempre habrá tiempo, ¿verdad?”, bromeaba una de ellas el miércoles, ya en activo desde la torreta. Vigilando el baño de los niños en un lago de color gris acero que parece aguardar la bendición de la luz.
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