¿Ha muerto Lenin?
«¿Ha muerto Lenin?”. El 22 de enero de 1924, El Progreso informaba de que la delegación de los sóviets en Barcelona había recibido a última hora de la tarde un telegrama de Rusia anunciando la muerte del líder bolchevique. “Ignórase la veracidad de esta noticia”, añadía la edición de noche del diario de la provincia de Lugo. No se sabía qué creer. A Vladímir Ilích Uliánov ya se le había dado por muerto a raíz de otros atentados.
Ninguno tan grave como el de agosto de 1918 en Moscú. Entonces, uno de los tiros de la activista radical antibolchevique Fanni Kaplan le había perforado el pulmón y alojado en el cuello, y otro, herido en el hombro izquierdo. El episodio marcó el inicio del culto a Lenin. El primer dirigente de la URSS, sin embargo, en adelante sufrió dificultades respiratorias y acabó postrado en una silla de ruedas sin casi articular palabra. La cúpula comunista hizo lo imposible para evitar que su estado de salud trascendiera.
Pero esta vez era cierto. A los 53 años, Lenin había muerto sobre las seis y media de la noche del lunes 21 de un ictus cerebral fruto de una arteriosclerosis en su dacha de Gorki, a una veintena de kilómetros de Moscú. En España, La Veu de Catalunya, el diario de la Lliga Regionalista, fue de los primeros al dar la noticia, en la edición vespertina del día 22 con un retrato y la información recibida de la agencia francesa Havas.
No fue hasta el miércoles 23 cuando una treintena de periódicos, muchos de ámbito provincial, hicieron pública la noticia por todo el Estado. Todos por medio de informaciones de agencia que iban de Moscú a Helsinki y de allí a París, Berlín y Londres. La prensa española no tenía corresponsales en el país de los soviets y los delegados sindicales, como el anarcosindicalista Ángel Pestaña, que habían ido a conocer el experimento marxista, habían vuelto. Andreu Nin estaba en Roma.
“En España no suelen preocupar las cuestiones internacionales; sin embargo, han pasado 24 horas y no se habla más que de la muerte del director de Rusia”, sentenciaba La Voz de Castilla. Sí, pero el grueso de noticias sobre Lenin eran anónimas. Hacía cuatro meses que, en septiembre de 1923, el capitán general de Catalunya, Miguel Primo de Rivera, había iniciado su dictadura. La censura prevenía de firmar determinados artículos. La prensa fue unánime al definir al bolchevique como “un dictador”, pero también como la figura histórica más relevante del inicio del siglo XX. La desaparición coincidió con la formación del primer gobierno del Partido Laborista en el parlamento británico. El grueso de la prensa española aprovechó para contraponerlo. El primer ministro, James Ramsay MacDonald, era la cara, el acceso al gobierno de una opción de izquierdas por la vía democrática. Lenin, la cruz, el asalto al poder con una revolución sanguinaria. Así lo sostuvo el pedagogo republicano Luis de Zulueta en el periódico obrerista madrileño La Libertad.
Vestido con chaqueta marrón oscuro y corbata negra, el cuerpo de Lenin llegó a Moscú en tren al mediodía el 23 de enero. A 20 grados bajo cero, una hilera inacabable de soldados delimitaba los seis kilómetros de la estación a la Casa de los Sindicatos. Durante cuatro días quizá un millón de personas desfiló delante del féretro. No está claro si de manera espontánea u orquestada. Durante la semana de duelo, solo abrieron las panaderías y las tiendas de retratos de Lenin. El día 24 aparecieron las primeras valoraciones en profundidad. La Publicitat, el diario de centroizquierda de Acció Catalana, reprodujo un perfil de H.G. Wells tras visitarlo en 1920. Para el escritor de ciencia ficción, socialista declarado, Lenin era un visionario pragmático.
En cambio, en el republicano y anticlerical barcelonés El Diluvi, el abogado y periodista Enric Guardiola Cardellach lo definía como un idealista y antiimperialista que encarnaba “la verdadera protesta de las masas proletarias del mundo contra la guerra”. Solidaridad Obrera, de la CNT, lo describía como “el hombre más puro y honrado del socialismo ruso”, pero le criticaba la animadversión hacia los anarquistas.
En contraposición, el secretario de redacción de El Correo Catalán, Joan Baptista Roca Caball, con el seudónimo Daniel Castells, aseguraba en el diario tradicionalista que Lenin pasaría a la historia sin más aureola que “la sangre de sus innumerables víctimas sacrificadas”. En La Vanguardia, el crítico literario madrileño Eduardo Gómez Baquero, con el seudónimo Andrenio, lo veía como un “Cromwell de la revolución rusa”.
La prensa se planteaba las repercusiones de aquella muerte. El Liberal se mostraba optimista. El republicano madrileño veía probable que en la URSS todo se hundiera dejando paso a “la cristalización de una democracia”. El semanario de orientación católica Catalunya Social se preguntaba a quién sostendría el país. Para el católico madrileño El Debate, la sucesión de Lenin abría una grave crisis en el comunismo por la división de sus seguidores. En efecto, en Moscú incluso antes del traspaso había una lucha de posiciones en el politburó del Partido Comunista entre Grigori Zinóviev, Nikolái Bujarin, Lev Kámenev y Iósif Stalin, y de todos contra Lev Trotski. Movimientos sinuosos, difíciles de seguir. Desde la distancia, todo eran especulaciones.
El órgano del Partido Radical de Alejandro Lerroux, El Progreso, asumía que Trotski sucedería a Lenin. También lo creía el diario conservador El Pueblo Cántabro. Para el reformista moderado valenciano Las Provincias, el candidato era Zinóviev. Para otros, Bujarin o Kàmenev. La Publicitat fue de los pocos diarios del Estado que incluyó Stalin en las quinielas.
La atención, sobre todo, estaba fijada en el otro gran nombre de la revolución rusa, el padre del Ejército Rojo, Trotski. Dadas las divergencias estratégicas con el difunto, su asistencia al funeral alzaba un mar de especulaciones. La Campana de Gràcia aseguraba que Lenin había ordenado hacerlo detener antes de morir. El diario de Oviedo Región añadía que la Checa, la policía política, lo retenía.
No era así. Trotski se había marchado a mediados de mes hacia la región georgiana de Abjasia, en el sur del Cáucaso, para descansar por prescripción médica. En la estación de Tblisi recibió el mensaje de Stalin con la noticia, pero no quiso recular. Victor Sebestyen en su biografía de Lenin (2020) y Robert Service en la de Trostki (2010) no concluyen si Stalin engañó Lev con las fechas, ni si la ausencia de este en Moscú le perjudicó en la carrera sucesoria.
En todo caso, el funeral, organizado por Stalin y Zinóviev, se había previsto para el sábado, pero se pospuso al domingo 27. Por la mañana, a 33 grados bajo cero, miles de personas despidieron Lenin en la plaza Roja. Después de interminables discursos, a primera hora de la tarde el ataúd, con el cuerpo embalsamado, se dispuso en el mausoleo de madera improvisado en el muro este del Kremlin. Por todo el país los cañones dispararon salvas, los trenes se detuvieron y las sirenas de locomotoras y fábricas silbaron. La Prensa, de Santa Cruz de Tenerife fue el único periódico español que dio una imagen del funeral, y en portada.
El 30 de enero La Publicitat publicó un perfil de su corresponsal en Berlín. Para Josep Pla, la revolución rusa era “obra de periodistas” y Lenin uno “de revista de tercer orden”. El director de La Vanguardia, Agustí Calvet, asumía que el bolchevique “ha impreso en su país y en la marca del mundo un cambio trascendental”, pero no lo podía admirar por el halo sangrante que le rodeaba. Los telégrafos soviéticos anunciaban: “Lenin ya no existe, pero su obra será eterna”. Un siglo después, sabemos que se equivocaron.