Juan Arturo Brennan: El vals de Vargas
…o
dio quiero más que indiferencia / porque el rencor hiere menos que el olvido…
…pero ten presente, de acuerdo a la experiencia / que tan sólo se odia lo querido…
Estos dos versos pertenecen a la canción Ódiame, de Rafael Otero, uno de los valses peruanos más difundidos y conocidos. Quizás en estas palabras se encuentre escondida parte de la esencia de Le dedico mi silencio, novela reciente de Mario Vargas Llosa, y que es, entre otras cosas, un libro lleno de música. Utilizo aquí el término novela
con cierta manga ancha, porque la verdad es que este texto es todo y nada a la vez: novela, ensayo, ficción, testimonio, biografía, historiografía, musicología y algunas cosas más.
Toño Azpilcueta, un donnadie cuyo territorio cotidiano es la medianía, es apasionado de la música popular del Perú, especialmente del valsecito criollo, conocido coloquialmente como vals peruano. Un día tiene la oportunidad de conocer a un tal Lalo Molfino, considerado el más grande guitarrista que la nación haya conocido. El encuentro trastorna a Azpilcueta, quien de inmediato convierte su vida en una cruzada para investigar todo y saber todo sobre el insigne músico; el resto del libro narra el tortuoso descenso de Azpilcueta hacia la locura. Alrededor de esta columna vertebral narrativa, Vargas Llosa pone en boca de su protagonista una tesis que termina por ser, finalmente, el meollo del asunto: la peregrina idea de que el vals peruano y otras músicas criollas habrán de convertirse en la argamasa que aglutine y solidifique a la nación peruana.
A medida que avanza en la lectura de las páginas del libro de Vargas Llosa, el lector avispado descubrirá muy temprano que, si el valsecito criollo es el cimiento y columna vertebral de la novela, el segundo concepto más aludido por el autor es, por mucho, lo huachafo, la huachafería. Quizás en otro escritor esto sería meramente anecdótico, pero siendo Vargas Llosa quien es, y sabiendo el mundo de qué pies ideológicos cojea, el asunto adquiere una importancia ineludible en el contexto del discurso musical-social-cultural. Va el breviario cultural: huachafo es cursi; huachafo es esnob; huachafo es el que presume de elegante y refinado sin serlo; huachafo es hortera; huachafo es kitsch y, dado el contexto y la maleabilidad del idioma, en una de esas huachafo también es sinónimo de la impronunciable palabra que empieza con n
. A lo largo de su texto, Vargas Llosa se enfrasca en una insistente discusión (¿consigo mismo?) sobre la esencia de la huachafería y sobre su influencia en la música popular y otros ámbitos de la cultura del Perú; creo que hay aquí un enorme trozo de tela del cual cortar muchos jirones. (A cada mención de la huachafería, me venía a la mente el video de la canción La tetita, cantada por Wendy Sulca. No tiene desperdicio.) Esta llamativa combinación del vals criollo con la huachafería está sazonada esporádicamente a través de las páginas de la novela con algunas referencias muy explícitas, aunque no muy convincentes, a la presencia de Sendero Luminoso. En todo caso, en Le dedico mi silencio es mucho más importante la presencia de la música que la de la política, si bien hay vasos comunicantes entre ambas.
Es un hecho que la lectura del libro de Vargas Llosa aporta mucha información e ideas sobre la tradición del valsecito criollo, cosa que en sí misma es buena, en el entendido de que trata de uno de los géneros más atractivos de la música latinoamericana. De hecho, el autor interrumpe un par de veces su ficción para ofrecer mini-cátedras sobre el tema. Ahí desfilan los nombres de muchos autores e intérpretes del vals peruano, así como de sus canciones más emblemáticas. También es cierto que la corriente de ironía que marca todo el trayecto de Le dedico mi silencio hace dudar al lector sobre el bando en el que se ha colocado Mario Vargas Llosa.
En todo caso, sería necesario preguntarle directamente si él mismo se cree el delirante discurso utópico de su ficticio Toño Azpilcueta, de que un género musical vernáculo puede unificar, enderezar e impulsar a todo un país (¡a un continente entero, quizá!).
Sea como fuere, vale la pena leer el libro por lo que en él se aprende del entrañable valsecito criollo.