Expulsados por el mar: los primeros refugiados climáticos reubicados de América Latina
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José López deja por un segundo de dar instrucciones para quedarse en silencio. Observa cómo sus vecinos van metiendo sus pertenencias en una barca que cada vez se hunde un poco más. Tres colchones, la base de la cama, un congelador, tanques de agua repletos de ropa de niño, parlantes… “Media vida cabe en una barca”, dice. Su trance es fugaz. Pronto vuelve el bullicio de una comunidad en plena mudanza. La isla de Cartí Sugdub, la más poblada del paradisíaco archipiélago panameño de Guna Yala, está de trasteo y al muelle principal irán llegando durante toda la mañana decenas de bolsas etiquetadas con el nombre del dueño y el número de la casa que estrenará en tierra firme. Don Braulio ya empacó los juguetes de sus niñas y doña Loitza espera a terminar el desayuno para limpiar y embalar la parrilla. Entre las callejuelas de la isla van y vienen jóvenes cargados con maletas listas desde la noche anterior, mientras las mujeres los dirigen desde las veredas con una sonrisa agridulce de quien no quiere pero tiene que hacerlo. “Nadie se va de una isla porque sí”, zanja López.
Las razones del lanchero son muchas. Quiere vivir en una casa seca que no se inunde cada tres o cuatro meses y que sus hijos no tengan que tener cuidado al acercarse a la orilla. Pero, sobre todo, quiere que la niña que nacerá en menos de un mes no se acostumbre a un territorio que tiene los días contados. Según los estudios del ministerio de Ambiente de Panamá, para 2050 ninguna de las 365 islas del Caribe será habitable por la rápida subida del nivel del mar a causa del calentamiento global. Por eso, el Gobierno ha desplazado esta primera semana de junio a unas 300 familias costeras de la etnia guna hacia Isber Yala, una barriada de 300 casas idénticas de 40 metros cuadrados. Las viviendas hechas con PVC y concreto [hormigón] fueron construidas en 14 hectáreas que paradójicamente se deforestaron en una zona montañosa para la construcción. Con nostalgia y, sin desprenderse del todo de Cartí, López teme por las decenas de vecinos que no quieren moverse y por la adaptación de sus niños en una zona tan diferente a la que se crió él y muchos de sus ancestros. “Haremos todo lo posible para que no se pierdan nuestras costumbres. Pero desde aquí todo es más difícil”, reconoce en su casa nueva.
Esta es la primera vez que un Estado latinoamericano se hace cargo de la reubicación de una comunidad completa de refugiados climáticos, según ha confirmado el Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA). Tras más de 20 años de estudios, el Gobierno de Laurentino Cortizo ha invertido 12,2 millones de dólares en crear la infraestructura necesaria para albergar a más de 1.300 personas que desde este mes han empezado a vivir en tierra firme, a una hora de camino por carretera y lancha hasta su isla originaria. Las mudanzas comenzaron aún sin agua ni luz en la barriada y con el ceño fruncido de los más críticos que, como Atilio Martínez, historiador guna, no se irán. “El Gobierno construyó cajas de fósforos que no tienen en cuenta nuestras tradiciones indígenas”, dice desde la hamaca de su casa. “No nos tuvieron en cuenta. Nos sacan corriendo de aquí como si se fueran a hundir mañana. No es así ni vamos a ser los únicos”. Como Martínez, muchos vecinos temen que con el traslado se pierda su cultura y sus raíces y lamentan la mirada “occidental” del proyecto de desplazamiento.
La comarca de Guna Yala lleva décadas adaptándose a la subida del nivel del mar. Entre otras cosas, han ampliado la isla con relleno de corales y cemento y han ido arrimando las casas de la orilla al centro. Aunque no todos hablen de cambio climático, están en la primera línea de sus efectos y hasta tienen una expresión para nombrarlo: neg bonniguana, que quiere decir “nuestra casa común se está enfermando”. Si bien en la Bahía de Panamá (Pacífico) el nivel del mar aumenta 1,5 milímetros por año, en el Caribe los datos de la estación de mareas de la Universidad de Hawai revelan aumentos de seis milímetros anuales, según el Instituto Smithsonian de Investigaciones Tropicales (STRI). Este fenómeno sumado al azote de los fuertes e impredecibles eventos climáticos naturales de El Niño y La Niña y a la rápida expansión urbana han acelerado el deterioro de las costas. En ciertas zonas de la isla de López, el mar empieza a menos de dos palmos de las casas.
Para Doña Elvira Hadman, de 76 años, hoy es un día como cualquier otro. Se levantó con la luz del sol para desayunar y coser molas [un textil tradicional] con su amiga Iguaibidili Robinson, de 58. Ambas solteras y sin hijos, pasan los días en la vereda de esta amplia casa hecha con madera y cañas. Ninguna tiene intención de mudarse. “Aquí nacieron mis padres y mis abuelos. Si se hunde la isla, que se hunda. Yo no me voy a ir”, dice Hadman tras una carcajada. Para Iniquilipi Chiari Lombardo, cofundador de Tv Indígena y uno de los líderes más jóvenes de la comarca, que decenas de isleños no tengan pensado mudarse es resultado de un fallo del Gobierno. “Faltó educación sobre el cambio climático. Muchos piensan que es mentira y hay otros que no se van porque querían casas con mucho más espacio para sembrar ya que iban a tener que renunciar a la pesca”, comenta. “Cuando llegaron con la llave en mano, lo aceptaron sin pensarlo dos veces, pero faltó involucrar a los liderazgos locales, faltó sensibilización…”.
La reubicación de Cartí Sugdup será una suerte de prueba de los otros 63 desplazamientos isleños que el Estado panameño planea llevar a cabo “muy pronto”. Ligia Castro de Doens, directora de Cambio Climático del Ministerio de Ambiente de Panamá, calcula que este año puedan trasladar otras tres islas de la comarca y posteriormente el resto. “Son todas comunidades pobres, indígenas y afrodescendientes y calculamos que eso costará 1,2 billones de dólares. Es mucho dinero, pero hay que hacerlo antes de 2050. Para entonces no quedará ninguna isla en pie”, alerta. Para los guna, esta es la crónica de una muerte anunciada.
“Los países vecinos miran de cerca a Panamá”
La iniciativa panameña está siendo observada con mucha atención por otros países latinoamericanos con problemas parecidos. La doctora Sabrina Juran, asesora regional en Población y Desarrollo de Naciones Unidas, considera que este tipo de desplazamientos “podrían volverse inevitables”. “La situación en Guna Yala actúa como un plan piloto que podría ser replicado en otros países. Las lecciones aprendidas aquí serán cruciales para guiar estrategias de adaptación requeridas en la región y más allá”. Así lo indican los datos. Según estimaciones de la ONU, hay más de 41 millones de latinoamericanos que viven en zonas bajas y costeras que enfrentan riesgos similares a los de esta comarca. Son más del 6% de habitantes de la región.
Es por ello que, tras la entrega de las primeras llaves, el presidente en funciones lanzó un mensaje claro a los demás mandatarios. “Pese a que Panamá es uno de los siete países carbono negativos, hace este esfuerzo y nos gustaría que también lo hagan los países desarrollados que, a fin de cuentas, con la emisión de gases de efecto invernadero han provocado la crisis climática que estamos viviendo”, manifestó Cortizo. Esta se convertiría en la última de sus medidas durante su mandato, que culmina el 1 de julio. A pesar de las bajas emisiones de CO₂ del país, Panamá cuenta con un nivel de vulnerabilidad al cambio climático “severo” al año 2030. Aquí, prácticamente uno de cada 10 panameños viven a menos de 10 metros sobre el nivel del mar.
“Va a desaparecer la tradición”
A pesar de los grandes esfuerzos del Gobierno panameño, este nuevo asentamiento —que también cuenta con una escuela, centro médico, una casa de la chicha y una cancha de fútbol— ha despertado las críticas de los nuevos vecinos que lamentan que la infraestructura no tuviera nada que ver con la arquitectura indígena y que la reubicación se diera en un territorio montañoso, a más de un kilómetro del mar; el principal medio de vida de la comunidad guna. Varios ambientalistas reclaman también al Gobierno que se talaran 14 hectáreas de bosque para el proyecto.
Mientras la casa de José López se vacía, su vecino está construyendo una vivienda mucho más resistente sobre seis robustos pilotes. Rogelio García pasa y sacude la cabeza, algo molesto. Él tampoco se irá de su isla. Pero sospecha que los demás se arrepentirán. “Allá van a tener que pagar luz y agua, van a perder la cultura, los niños no van a querer volver… Tal vez en vez de echarnos podrían haber pensado en hacer mejores casas como las de este vecino”, dice señalando la construcción frente a él. “¿De verdad que la única solución es sacarnos?”, se pregunta. Una duda que también comparte Raisa Banfield, arquitecta y antigua vicealcaldesa de la Ciudad de Panamá. “La emergencia climática no obliga solo a salvar a las personas de la subida del nivel del mar, sino a mantener sus modos de vida y su cultura”. La ambientalista teme también que esto sea parte de un plan de las cadenas hoteleras para adueñarse de las hermosas islas de arena blanca y cocoteras. “Si ya hemos visto estos movimientos antes en tierra firme, ¿por qué no iba a pasar en alta mar con semejante paraíso?”, se cuestiona por teléfono.
Atencio López, asesor legal del Congreso General Guna, tampoco esconde ese temor y recuerda que en 2020 iniciaron un proceso judicial frente a la CIDH en el que denunciaban la privatización del territorio guna. Aunque las islas llevan casi 20 años en conversaciones, el Gobierno optó finalmente por añadir esta comunidad a un plan nacional de vivienda social, pensado para personas vulnerables y empobrecidas; no para desplazados climáticos de etnias como la guna. “No se nos ha tenido en cuenta. Corremos el riesgo de que desaparezca la tradición guna”.
Esta etnia —oriunda de Colombia— llegó a la costa panameña huyendo de la malaria y conflictos armados hace más de 120 años. A pesar de ser isleños, siempre han enterrado a sus muertos a las orillas del río, en el continente. Sus cuentos y canciones pivotan alrededor de un mismo deseo: volver a tierra firme. “Siempre hemos mantenido un cordón umbilical con la selva y los ríos”, explica Atencio López. “Estamos volviendo a donde los ancestros nos dijeron que volveríamos. Ellos nos avisaron de que sería por la furia del fuego y del agua. Sabía que volveríamos, pero nunca imaginé que se refirieran a eso, a la emergencia climática”.