La misión científica para salvar a los tiburones
Un tiburón martillo que mide menos de un metro nada frenéticamente en un recipiente plástico a bordo de una lancha en el Parque Nacional Natural Sanquianga, frente a la costa pacífica colombiana. Es una delicada hembra de Sphyrna corona, el tiburón martillo más pequeño del mundo, que en la región llaman cornuda amarilla por el color de sus aletas y los bordes de su espléndida cabeza curva, que está llena de sensores para percibir el movimiento de sus presas.
El biólogo marino Diego Cardeñosa, de la Universidad Internacional de la Florida, junto con pescadores locales, acaban de capturarla e implantarle un marcador acústico antes de devolverla rápidamente a las oscuras aguas. Una serie de receptores ayudarán a seguir sus movimientos durante un año para mapear las coordenadas de su hábitat, que es una información valiosa para lograr su protección.
Pero esa cornuda amarilla está lejos de ser la única especie de tiburón que mantiene ocupado a este biólogo colombiano, cuya misión es construir conocimiento científico para respaldar la conservación de los tiburones, ya sea ubicando las zonas donde estas criaturas habitan o identificando, con pruebas genéticas, las especies que se comercializan en los principales mercados de escualos del mundo.
Los tiburones se encuentran bajo amenaza por varios motivos. La demanda de sus aletas para surtir, principalmente, el mercado asiático es un negocio muy lucrativo: entre 2012 y 2019 generó 1.500 millones de dólares. Eso, sumado a la captura incidental —peces capturados involuntariamente por la industria pesquera— y el creciente mercado de la carne de tiburón lleva a que cada año mueran muchos millones de estos animales. Se calcula que en 2019 hubo una mortalidad estimada de al menos 80 millones de individuos, 25 millones de ellos de especies amenazadas. Solo en el mercado de Hong Kong, uno de los principales puntos de comercio de aletas de tiburón, dos tercios de las especies de tiburones vendidas allí se encuentran bajo el riesgo de extinción, según un estudio de 2022 liderado por Cardeñosa y el ecólogo molecular Demian Chapman, director del programa de conservación de tiburones y rayas del Mote Marine Laboratory, en Sarasota (Florida, EE UU).
Los tiburones siguen encarando un futuro complicado a pesar de las décadas de legislaciones diseñadas para protegerlos. En el 2000, el Congreso de Estados Unidos pasó la Ley de Prohibición de Aleteo de Tiburón, y en 2011 se aprobó la Ley de Conservación de Tiburones. Estas leyes exigen que los tiburones desembarcados por los pescadores tengan todas sus aletas adheridas de forma natural y pretenden acabar con la práctica de despojar a las criaturas de sus aletas y devolverlas, mutiladas, al agua para que mueran en el fondo marino. En la actualidad, 94 países ya han implementado regulaciones similares.
Quizás la principal herramienta política y diplomática para la conservación de los tiburones está en manos de la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Fauna y Flora Silvestres (CITES), compuesta por 183 países miembros, más la Unión Europea. El tratado ofrece tres grados de protección, o apéndices, para más de 40.000 especies de animales y plantas, imponiendo prohibiciones y restricciones a su comercio según su estatus de amenaza.
Los tiburones se incluyeron por primera vez en el Apéndice II de la CITES —que acoge especies que no están en peligro de extinción, pero que podrían estarlo si no se controla su comercio— en febrero de 2003, con la inclusión de dos especies: tiburón peregrino (Cetorhinus maximus) y tiburón ballena (Rhincodon typus). Con el paso de los años, la cantidad de especies protegidas de tiburones se elevó a 12 y en noviembre de 2023, la cifra creció de forma significativa, al incluir 60 especies más en el Apéndice II.
Pero, ¿logran estas herramientas realmente proteger a los tiburones? Para contestar esa pregunta, a lo largo de la última década, investigadores han trabajado en el desarrollo de pruebas que puedan identificar con facilidad las especies de estos escualos que se comercializan, y así determinar si se están explotando especies protegidas. También se han enfocado en el estudio de las poblaciones de tiburones en todo el mundo, con el fin de proveer información para el establecimiento de áreas protegidas que puedan salvaguardar a estos animales.
¿A qué tiburón pertenece esa aleta?
El puerto de Hong Kong, junto a la ciudad china de Guangzhou, es uno de mayores centros mundiales del comercio de aletas de tiburón, consideradas por muchas comunidades chinas como un manjar, a menudo servido en sopa. Hong Kong sirve como importador legal, reexportador y consumidor de estos cartílagos, tanto frescos como empacados en bolsas de recortes. Hace una década, Cardeñosa, Chapman y demás miembros de su equipo iniciaron allí una investigación con la meta de contestar a una pregunta: ¿se están explotando especies protegidas de tiburones?
A simple vista muchas aletas se ven iguales, por lo que es difícil definir si pertenecen a escualos que están listados en el Apéndice II de la CITES. Pero los científicos confiaban en que, con el uso de herramientas de análisis genético, se podría contestar su pregunta.
Tras recorrer un mercado que se extiende por muchas cuadras de vitrinas abarrotadas de bolsas, frascos y costales con recortes amarillentos de aletas de tiburón, Cardeñosa regresó a su laboratorio en Florida con varios paquetes escogidos al azar.
El reto, entonces, era desarrollar el análisis de identificación molecular en este material muerto. “El problema es que las aletas procesadas tienen el ADN degradado, impidiendo su identificación con los protocolos establecidos”, explica Cardeñosa. “Los enfoques genéticos para identificar productos de tiburón existen, pero típicamente se basan en la secuenciación de grandes regiones de ADN, lo cual puede fallar a la hora de trabajar con productos muy procesados”.
Entonces, Cardeñosa, Chapman y otros colegas desarrollaron una nueva prueba, utilizando la técnica conocida como código de barras de ADN, que lee trozos cortos de secuencias de ADN para detectar qué especie de tiburón está presente en una muestra. Funciona no solo en los trozos de aleta, sino en la sopa de aleta de tiburón cocida o en productos cosméticos hechos con aceite de hígado de tiburón.
La tecnología para leer el código de barras del ADN utiliza pequeños segmentos del gen citocromo c oxidasa I (COI), como etiquetas moleculares. Cada especie animal posee su propia etiqueta o código de barras de esos segmentos de ADN y lo que hace el genetista forense es comparar las secuencias de ADN de la muestra con una base de datos de secuencias genómicas de animales vivos.
El método diseñado por Cardeñosa y sus colegas es más efectivo que la tecnología de código de barras de ADN original porque en lugar de tener que usar todos los 650 pares de bases de ADN del gen COI, que normalmente se analizan para identificar una especie con su código de barras, la prueba logra identificar la especie con solo 150 pares de bases —es, en efecto, un minicódigo de barras—. La prueba también analiza simultáneamente varios minicódigos de barras del gen COI para cada especie, en lugar de uno solo. Esto facilita la identificación de la especie en productos muy procesados, incluso en un plato de sopa.
Tras cuatro años usando ese protocolo en 9.200 recortes de aletas compradas en Hong Kong, Cardeñosa y sus colegas demostraron que entre las especies más comercializadas por sus aletas había tiburones listados en el Apéndice II de la CITES; específicamente, varias de la familia Sphyrnidae, los tiburones martillo, además del tiburón azul (Prionace glauca).
Para hacer más sencilla la identificación de las especies de tiburón que están siendo comercializadas, Cardeñosa y Chapman decidieron llevar el laboratorio al puerto. En 2018, publicaron en la revista Nature el diseño de un laboratorio portátil para análisis rápido de ADN in situ: en una sola reacción que lleva menos de cuatro horas, esta herramienta puede detectar nueve de las 12 especies de tiburones que en ese momento estaban en el Apéndice II de CITES. Chapman explica que “es una prueba de PCR, o reacción en cadena de la polimerasa, igual a las de la covid”, pero que en lugar de detectar fragmentos de material genético viral, detecta fragmentos del gen COI que son diferentes para cada una de las nueve especies de tiburones. Es fácil de usar, por lo que la pueden aplicar funcionarios portuarios y tiene un coste de 94 centavos de dólar por cada muestra, haciéndola accesible incluso para países de renta baja.
Ahora que hay más de 70 especies de tiburones bajo la protección de la CITES, se necesitarán herramientas más potentes para identificar aquellas protegidas entre los materiales que se están comercializando. Chapman está trabajando con la compañía Ecologenix, que tiene una modificación de la PCR que permite realizar pruebas para identificar muchísimas especies a la vez.
El desarrollo de Ecologenix está basado en una tecnología llamada FastFish-ID, creada para identificar peces óseos. Un estudio a pequeña escala realizado en Indonesia demostró que la tecnología puede adaptarse para utilizarse en peces cartilaginosos, como los tiburones. La técnica de identificación también hace uso del gen COI, pero incorpora al PCR tintes fluorescentes y un algoritmo de aprendizaje automatizado para ayudar a reconocer las especies. Aunque resulta más costosa —10 dólares por prueba—, es más potente, pues puede identificar muchas más especies a la vez.
Proteger los hogares de los tiburones
Los análisis genéticos no solo permiten a los científicos saber a qué tipo de tiburón pertenece la aleta o carne comercializada, también puede revelar de dónde proviene el animal geográficamente. Los tiburones martillo son especialmente aptos para estos estudios, no solo porque la base de datos de ADN que existe sobre ellos es muy amplia, sino porque tienden a regresar para procrear al mismo lugar donde nacieron.
En 2009, Mahmood Shivji, director de la Fundación Save Our Seas, en Nova Southeastern University en Fort Lauderdale (Florida), lideró junto con Chapman un estudio que demostró que el uso de un método forense llamado identificación del stock genético (GSI), podía servir para determinar la procedencia de las aletas comercializadas en el mercado de Hong Kong.
Los investigadores utilizaron el GSI para examinar el ADN en aletas de 62 tiburones martillo de la especie Sphyrna lewini, obtenidas en ese mercado. El GSI analiza el ADN que se encuentra en la mitocondria, un orgánulo celular que es transmitido por la madre y, por tanto, es rastreable hasta el lugar de nacimiento de estas criaturas. El estudio encontró que estos tiburones provenían de las cuencas indopacífica, atlántica oriental y atlántica occidental; y que el 21% de las aletas analizadas pertenecían a tiburones martillo del océano Atlántico Occidental, donde están catalogados como una especie en riesgo de extinción. En otras palabras, el comercio internacional de aletas de tiburón sigue siendo una amenaza para las poblaciones de esta región que están en peligro.
Estudios posteriores realizados por Chapman y sus colegas en 2020 revelan que el 75% de los recortes de aletas de tiburón martillo encontrados en los mercados de Hong Kong provinieron de dos poblaciones originarias del Océano Pacífico, pero principalmente del Pacífico Oriental —el 61,4% de todos los recortes— donde esta especie está catalogada como en peligro, según la Ley de Especies en Peligro de Estados Unidos.
Pero identificar a las especies de tiburones que se están comercializando y rastrear su origen geográfico es solo una parte del esfuerzo conservacionista. Conocer los movimientos y la estructura de las poblaciones de las distintas especies de tiburones también es importante para determinar qué zonas marítimas deberían estar bajo protección.
“Los tiburones son bastante grandes para los estándares de los peces marinos, y tienen la capacidad de realizar movimientos de largo alcance. La percepción de que suelen ser muy móviles ha llevado a muchas naciones a esperar a que se establezcan políticas de gestión internacionales”, escribe Chapman junto a varios colegas en un artículo en el Annual Review of Marine Science.
Rastrear sus movimientos
Pero resulta que algunas poblaciones de tiburones se beneficiarían de una legislación protectora a menor escala, afirman los autores. Tras analizar los resultados de más de 80 estudios sobre seguimiento de tiburones y genética de poblaciones, los científicos identificaron que hay al menos 31 especies de tiburones que muestran comportamientos costeros; ya sea mostrando residencia (permanecen en un área geográfica restringida durante un largo período), fidelidad (regresan tras haber estado fuera durante mucho tiempo) o filopatría (vuelven a sus lugares de nacimiento para reproducirse). Estas poblaciones de tiburones probablemente respondan bien a un diseño eficaz de las áreas protegidas y a una legislación protectora a nivel nacional, concluyen los autores.
Por tanto, señala Cardeñosa, es clave el monitoreo de esos tiburones costeros, incluyendo los que viven entre los arrecifes coralinos. De ahí la importancia del proyecto Global FinPrint, del cual Chapman es director científico. Se trata de la mayor inspección del estado de los tiburones que habitan los arrecifes coralinos del planeta, y se logra colocando cámaras submarinas pegadas a una estructura donde hay una carnada. La primera fase del proyecto, que terminó en 2018, se llevó a cabo en 58 países y en más de 400 arrecifes, comparando las áreas marinas protegidas con las no protegidas.
Durante esa primera fase del Global FinPrint, Cardeñosa estuvo a cargo de monitorear la Reserva de la Biosfera de la UNESCO Seaflower, un enorme archipiélago oceánico en el Caribe colombiano. Los resultados fueron inesperados porque, aunque los corales de grandes partes de Seaflower no están bien, encontraron una alta abundancia de tiburones de todos los tamaños y pertenecientes al menos a siete especies. Cardeñosa sugiere que esto podría deberse a que los tiburones se están alimentando en una zona del arrecife que aún tiene abundante comida porque es de difícil acceso para los barcos pesqueros. Y también porque las comunidades locales están cumpliendo las regulaciones de protección.
La segunda fase de Global FinPrint comenzó en diciembre de 2023 y prevé regresar a 26 países para evaluar el estado de los tiburones dentro de las zonas marinas protegidas, que son partes del océano en las que algún gobierno ha impuesto límites a la actividad humana. La información que se recabe debería ayudar a las naciones a determinar qué áreas nutren poblaciones saludables de tiburones de arrecife y a diseñar nuevas áreas protegidas en esos sitios.
Nuevas áreas y medidas de protección
Tanto Chapman como Cardeñosa se muestran medianamente optimistas en torno al futuro de los tiburones a escala mundial, siempre y cuando trabajen unidos la ciencia, la opinión del público y la legislación; y haya un cumplimiento de esa legislación.
“Definitivamente, hay problemas serios. Pero la buena noticia es que estamos comenzando a hacer las cosas bien. En Estados Unidos hemos visto una recuperación de los tiburones”, dice Chapman, quien señala que, por ejemplo, en Florida, nuevas legislaciones se han traducido en un aumento de avistamientos. “Simplemente, dejamos de matar demasiados y les permitimos reproducirse. La meta de mi carrera es ayudar a cuantos países como pueda a hacer cosas similares para mejorar la situación. Es una forma larga de decir que guardo esperanzas”, añade.
Cardeñosa espera que sus investigaciones contribuyan a que las leyes y los acuerdos tomados en materia de protección de los tiburones se apliquen realmente. “La idea es que, con nuestras investigaciones, la CITES pueda empezar a apretarles los tornillos a los países y decirles: ‘¿Usted está diciendo que esto es sostenible? Muéstreme de dónde lo sacó”, explica.
Conservar a los tiburones no es un capricho, agrega Cardeñosa. Estos peces son seres primordiales que navegan a través de los paisajes submarinos desde hace 400 millones de años, guiados por sentidos que apenas comenzamos a entender. Los tiburones ayudan a mantener el ciclo del carbono en el agua al alimentarse de organismos muertos, y pueden contribuir indirectamente con el equilibrio continuo de la fotosíntesis de la vida vegetal, controlando a las especies que se alimentan de pastos marinos. Mantenerlos dentro de nuestros océanos, dice Cardeñosa, es fundamental.
Locura por una sopa
El aleteo es una brutal práctica que consiste en cortar las aletas de los tiburones y devolverlos mutilados al agua para morir en el fondo. El valor comercial de estos apéndices cartilaginosos es tal que no justifica perder espacio en las sentinas de los buques guardando el tronco del pez. La importancia gastronómica de las aletas, cuyo consumo es tanto una tradición cultural china como una curiosidad turística, depende de dónde se hallen en el cuerpo del pez. Las más preciadas son la primera dorsal —la más grande ubicada sobre el lomo del animal—, las pectorales a los lados del tronco, y la del extremo inferior de la cola.
La sopa de aleta de tiburón es uno de los artículos de comida marina más caros del mundo —un plato puede costar más de 100 dólares—, pero también se pueden comprar las aletas crudas, preparadas, congeladas, en salmuera o secas, listas para comer o cocinar, por menos de 30 dólares. “Es un plato muy bizarro”, dice el chef Gordon Ramsay en un vídeo en YouTube. “No sabe a nada. Es casi como fideos celofán. El caldo en sí es delicioso. Pero se podría poner cualquier cosa ahí dentro: pollo, pato… Lo único que lo arruina es la misma aleta de tiburón”.
Artículo traducido por Debbie Ponchner.
Ángela Posada-Swaford es una periodista científica basada en Miami Beach y Colombia, que cubre temas de oceanografía y biodiversidad, entre otros. Lea más de su trabajo en www.angelaposadaswaford.com
Este artículo apareció originalmente en Knowable en español, una publicación sin ánimo de lucro dedicada a poner el conocimiento científico al alcance de todos.
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