El punzante olor a amoníaco sobre los escombros de la AMIA y el horror de las bolsas con cadáveres
Persiste. Aunque hayan pasado 10.958 días desde el 18 de julio de 1994, sigue allí. En un lugar recóndito de mi memoria permanece el olor del aire que envolvía la pila de escombros en la que un atentado terrorista había convertido al edificio de la AMIA.
Es punzante, tal vez agrio. No lo podría describir, aunque mi archivo olfativo lo tiene agarrado con fuerza. Supuse, hace 30 años, que era algo que había producido el estallido de la bomba en la estructura del subte que estaba cerca, aunque no tan cerca, del lugar que había quedado hecho añicos. Lo describí entonces como olor a gas. Estaba equivocado.
Al día siguiente supe con certeza qué era: amoníaco. Hasta ese momento, aquel olor me remitía a mi infancia, a la limpieza de la casa familiar que algunas veces se hacía con ese químico fuerte, rasposo. El explosivo usado por los terroristas para volar la AMIA fue amonal, que obviamente, contenía amoníaco.
Aquella mañana de invierno de 1994 lo respiré cuando pasé horas parado sobre los pedazos de la AMIA derruida.
Trabajaba como periodista en el diario Clarín. La noche anterior habíamos festejado el cumpleaños de uno de nuestros compañeros de redacción: Miguel Frías. La velada se extendió hasta el amanecer. En alguna hora indeterminada de la mañana sonó mi teléfono de línea (había pocos celulares entonces). Como pude lo atendí. Mi voz, al decir “Hola”, delataba que había tenido una noche larga.
Del otro lado reconocí fácilmente a Julio Blanck, que era el jefe de la sección Política en la que yo era redactor. Blanck, quien falleció en 2018, me dijo: “Lavieri, cuando puedas levantarte, andá a la AMIA que pusieron una bomba, es un desastre”. Me preparé e inmediatamente fui para allá.
Dos años antes, cuando otro atentado terrorista había destruido la Embajada de Israel en Buenos Aires, había logrado llegar al epicentro de la recolección de escombros y había escrito una crónica. Intuyo que fue por aquel antecedente de 1992 que Blanck, un gran editor, me mandó bien temprano a la AMIA. Me puse zapatillas, jean, remera, un buzo y una campera verde militar que me había regalado un amigo muy querido. Además, llevé en el bolsillo mi libreta de apuntes, dos biromes, mis documentos y un barbijo.
El tapabocas al que nos acostumbramos- y un poco también odiamos- durante la pandemia de coronavirus fue muy importante aquel día. Tenía en mi casa uno que había conservado de cuando había ayudado a juntar los restos de la estructura de lo que había sido la Embajada de Israel. Supuse que si lo llevaba iba a ser un guiño para quienes custodiaban el ingreso a la zona de guerra en que se había convertido la calle Pasteur al 600, en el barrio del Once.
Por esos días vivía cerca de Plaza Italia. Tomé un taxi que en algún momento no logró avanzar. Las calles estaban colapsadas. No puedo precisar en qué lugar bajé y comencé a caminar hacia la AMIA. El tránsito era una madeja interminable. Las sirenas de las ambulancias eran ensordecedoras. Una vez que llegué a la zona de Córdoba y Pasteur, a cuadras de donde fue el atentado, noté que las reglas de la circulación de autos y peatones se habían roto por completo. Patrulleros y ambulancias iban y venían en contramano y la gente desbordaba las veredas.
Llegué a la esquina de la AMIA y había un cordón policial que impedía el paso de curiosos, especialmente de periodistas. Fue entonces que tuve que mentir. Cuando el agente de la Policía Federal me preguntó quién era dije: “Personal civil de Inteligencia del Ejército”. Se ve que fui convincente, que me expresé con mucha autoridad y que el verde militar de mi campera ayudó, porque el policía se cuadró y me dijo: “Adelante, señor”. Me franqueó el paso mientras yo hacía el inequívoco gesto de buscar la billetera para mostrar la credencial. Una credencial que, por supuesto, no tenía.
Después de haber conseguido acceso, quedaba escalar la montaña de escombros para llegar al lugar por donde los bomberos de la Policía Federal intentaban rescatar sobrevivientes o retirar los cuerpos sin vida.
Era joven, tenía un estado físico más o menos razonable, así que -barbijo en boca- subí hasta quedar al lado del bombero que estaba a cargo del operativo. De manera casi inexplicable me convertí en una especie de ayudante del hombre que daba las órdenes. El bombero me decía: “Una camilla”. Entonces yo gritaba desde arriba de la pila de escombros: “Caamillaaaa”. Y esa palabra bajaba en cadena y producía un efecto de eco, hasta que minutos después una camilla subía, de mano en mano, hasta la cima de esa colina construida por el odio terrorista.
Esa camilla que habrá llegado vacía no era, lamentablemente, para llevar a un sobreviviente. Se usó para bajar el cadáver de una persona que había muerto aplastada, como tantas otras que perdieron la vida mientras cumplían tareas administrativas en la organización de la comunidad judía argentina o, por ejemplo, los albañiles que trabajaban en una remodelación en el lugar.
La camilla con un cadáver, envuelto en un plástico negro, recuerdo que ese color era más negro que siempre, emergió desde las penumbras de lo que había sido la AMIA. Y quedaba la tarea de bajarla hasta la calle. Entonces pasó de mano en mano, pero esta vez en forma descendente hasta llegar al nivel de la vereda. Una de esas manos fue la mía.
Todo era barullo, caos, confusión y gritos de la gente que intentaba ayudar de varias maneras. De pronto, se extendió un silencio absoluto cuando la camilla -con la bolsa negra, con la persona fallecida- comenzó su procesión cuesta abajo. Fue espontáneo, nadie había pedido silencio como sí había sucedido en otros momentos. Todos callamos, con dolor y respeto, en una especie de último adiós conjunto y anónimo.
Estuve horas allí. Tomé algunos apuntes mientras descansaba de mi tarea como ayudante del jefe de los bomberos, cuyo apellido creí entonces que era Kaplan. Muchos años después supe su nombre correcto: Daniel Capra. Era el comisario inspector de los bomberos de la Federal a cargo del operativo de rescate aquel 18 de julio de 1994.
Volví a la redacción. Comenté lo visto con mis compañeros y escribí la nota que se publicó con el título: El dolor de la muerte inocente. La frase originalmente llevaba la palabra color en vez de dolor, porque en la nota hacía referencia al negro de las bolsas de los cadáveres. Pero Roberto Guareschi, quien dirigía Clarín en esa época, decidió modificar una letra y hacer foco en el profundo sentimiento compartido luego de un atentado terrorista que dejó más de 80 muertos y decenas de heridos.
Aquel artículo, publicado el 19 de julio de 1994 en la página 9 del diario Clarín decía:
“Sobre la pila de escombros por donde subían y bajaban baldes con pedazos de lo que había sido el edificio de la AMIA, el olor al gas que perdían las tuberías, mezclado con la imagen de la muerte inocente, producían una sensación de somnolencia. Cada vez que se movía una mole de piedra para hacer lugar en busca de vida, una masa de polvo subía hasta la respiración, que se ocultaba detrás de barbijos y se confundía con el aire que estaba enturbiado por el gas. Entonces la sensación nauseabunda era inevitable.
Ni siquiera se podía pensar que dos años y cuatro meses atrás, después de la explosión en la Embajada de Israel, decenas de miles de personas habían marchado en silencio por las calles de Buenos Aires para repudiar esa misma sensación que ayer se sintió en Pasteur al 600. Desde arriba de la montaña de escombros se podía ver cómo sin aviso tres pelotas de plástico y un cochecito habían quedado detrás de la vidriera destruida de lo que fue una juguetería, en la vereda de enfrente de la AMIA.
Si la mirada iba hacia la izquierda aparecían dos tercios de un patrullero de la comisaría 7ma, que desde que volaron la Embajada, en abril del ‘92, custodiaba la AMIA. Allí había dos policías: los dos resultaron heridos. La página de la lotería de un diario de ayer quedó abierta. Una careta de una casa de cotillón que voló cayó sobre lo que era su capó.
El olor seguía, y en busca de aire limpio la cabeza giraba, hacia la derecha y un auto Renault 20 plateado estaba estacionado y destruido, pero al revés. Su trompa miraba a Tucumán. Pasteur es mano para Viamonte.
Había cuatro cosas de color blanco que contrastaban con lo negro del día: las franjas de las banderas de Israel y de la Argentina que flameaban en una ventana de la AMIA que perdió todos sus vidrios; los azulejos de los baños que quedaron resistiendo a la caída y los rollos de tela que volaron de una textil ubicada al lado del edificio atacado.
Cuando voló la Embajada de Israel, este periodista formó parte de lo que fue una cadena de hombres y mujeres que, con la esperanza de encontrar vida, levantaban escombros. Pero lo de ayer fue distinto. Otra vez, en un momento límite, la tarea profesional quedó de a ratos superada por la impostergable necesidad de “dar una mano”.
Pero la muerte, que siempre aparece negra en las leyendas y las alucinaciones, fue negra. A pesar del sol del mediodía que se empeñaba en alumbrar la destrucción que oscureció al barrio de Once. Bolsas de plástico negro subían de la mano de los voluntarios, los bomberos y los policías que trepaban sobre la pila de escombros en los que el rojo de los ladrillos, el gris de los hierros doblados y el marrón de las maderas rotas hacía imposible imaginar que, apenas unos minutos de la nada, en ese lugar había vida.
Las bolsas estaban dobladas, lisas, vacías y así subían hasta que se perdían en manos de los bomberos que las hacían bajar hasta donde otros bomberos intentaban sacar vida de abajo de los escombros. Detrás de las bolsas y a puro empujón de hombre subían camillas. Pero las camillas no eran como las que se usan para atender a los accidentados en la calle: eran de madera dura y tenían la forma de las tapas de los cajones mortuorios.
“Abran un pasillo”, pidió un bombero a quienes sus colegas llamaban Kaplan. Inmediatamente, los que habíamos empujado para subir la camilla dejábamos un espacio de un metro para que bajara la camilla.
La esperanza de que bajara un herido en esa camilla se mantenía firme hasta que el negro de la muerte aparecía y uno podía adivinar que dentro de una de las bolsas que antes habían subido vacías bajaba una vida, también vacía.
Fueron una, dos camillas con bolsas y restos de cuerpos. A la tercera alguien ordenó: “Agarra de ahí, dame una mano”.
Entonces la muerte se hizo roja y hubo que dar una mano. Más exactamente, poner una mano en la camilla, empujar, evitar que se caiga y no pensar en que la sangre inocente había dejado una mancha muy grande, de esas que no se borran”.
Hoy, 30 años más tarde, cuando vuelvo a percibir olor a amoníaco, indefectiblemente lo asocio con la muerte. Pero no con cualquiera de las infinitas formas de morir, sino con la que provoca el terrorismo. Que desgarra. Que destroza. Que arrasa. Y que produce un dolor devastador e irreparable.