Financiamiento climático: la deuda que los países desarrollados deben saldar en Bakú
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Uno de los recuerdos más vívidos que tengo de las negociaciones de cambio climático es el de la Cumbre de Copenhague en 2009, una reunión en la que todo lo que podía salir mal salió mal. Además de que el frío era insoportable y la mala gestión de la presidencia danesa puso al punto del colapso al sistema climático de Naciones Unidas, la actual meta de financiamiento climático de 100.000 millones de dólares anuales que ofrecieron los países desarrollados en aquel entonces, sólo aparece en un anexo sin ningún valor oficial, sin haber sido negociada con los países en desarrollo y sin tomar en cuenta sus necesidades.
Este mes de noviembre en Bakú, Azerbaiyán, en la denominada COP29, se cumple el plazo para definir una nueva meta de financiamiento cuantificado, colectivo y ambicioso (NCQG, por sus siglas en inglés, aprendan el acrónimo) que sustituya a la anterior. En esta ocasión, no puede ni debe repetirse el escenario de Copenhague. Hay demasiado en juego.
Este tipo de negociaciones de las Naciones Unidas depende de un balance delicado entre las prioridades, las responsabilidades y las capacidades de los diferentes países. Inicialmente, los países industrializados asumieron la obligación de reducir emisiones contaminantes y de apoyar financieramente a países en desarrollo.
Sin embargo, el panorama geopolítico empezó a cambiar: varias naciones en desarrollo se habían convertido en actores clave en la economía global con mayores niveles de emisiones. Esto hizo que en 2015, cuando se adoptó el Acuerdo de París, se diera un cambio de rumbo por el cual todas las naciones del mundo asumieron su porción de responsabilidad en la crisis climática con acciones de reducciones de emisiones. No obstante, este Acuerdo no incluyó un compromiso financiero equiparable de los países desarrollados, quienes sólo se limitaron a renovar el objetivo de movilizar 100.000 millones de dólares anuales hasta 2025.
Y bueno, a escala individual de cualquier ciudadano o ciudadana de a pie, esa cantidad suena como a un montón de dinero. Puesto en perspectiva, las necesidades de los 154 países en desarrollo para lograr la transición de sus modelos económicos hacia la descarbonización y la resiliencia a los efectos del cambio climático, son del orden de entre 1 y 10 billones de dólares anuales. Lo anterior quiere decir que la meta vigente es diminuta comparada con lo que se requiere. Pero, además, las economías desarrolladas ni siquiera la cumplieron a tiempo, causando gran desconfianza e impactando directamente las transiciones de países en desarrollo que dependen del apoyo internacional.
En Bakú, es fundamental adoptar una meta de financiamiento que reconozca las enormes inversiones necesarias para cumplir con los objetivos del Acuerdo de París, y que los países desarrollados ratifiquen su determinación de ejercer la responsabilidad y el liderazgo que les corresponde mediante la provisión de recursos públicos y la movilización de fuentes privadas, en una magnitud acorde con el límite de temperatura de 1,5 ºC, y atendiendo las necesidades y prioridades de los países en desarrollo en adaptación, mitigación y pérdidas y daños.
Asimismo, los fondos deben ser accesibles para todos los países en desarrollo, otorgados en forma de subvenciones o préstamos altamente concesionales, y que no obliguen a profundizar las ya insostenibles crisis de deuda en las que se encuentran un sinnúmero de naciones del Sur Global. Es inadmisible que los países desarrollados, responsables históricos del problema, ofrezcan financiamiento climático en modalidades cuyo principal objetivo es continuar enriqueciendo sus propias economías a través del cobro de intereses, en lugar de genuinamente apoyar a los países vulnerables. Y es inadmisible también, que en una economía global que genera más de 100 billones de dólares por año, los países en desarrollo se vean orillados a competir por una fracción mínima de los recursos que necesitan, bajo la ficción narrativa de que vivimos en un escenario de escasez de recursos.
La definición de la nueva meta de financiamiento climático es una obligación moral y práctica que no da más espera. Los países en desarrollo sufren lo más drástico de los impactos del cambio climático en sus comunidades, ecosistemas y economías, a la vez que son insistentemente presionados para comprometerse a mayor ambición. Por eso el financiamiento climático debe ser específico y adicional a las demás formas de cooperación que conocemos. En esencia, se trata del futuro del bienestar humano y la salud del planeta.
No exagero si digo que la adopción de esta nueva meta es una cuestión de justicia, de credibilidad para el proceso multilateral, y una prueba definitiva para enfrentar la crisis climática. En las próximas semanas, los países desarrollados deberán elegir entre financiar un futuro seguro para la humanidad o seguir postergando su responsabilidad histórica con consecuencias que serán sin duda catastróficas, y con un precio incalculable a pagar, particularmente por los más vulnerables.