Hermann Bellinghausen: Baches
L
a ciudad de donde vengo abunda en baches. Los hay de todos tamaños y distintas profundidades, normalmente son sucios sus colores. Como en cualquier otra urbanización del mundo, en la mencionada ciudad la gente se mueve sobre ruedas de caucho (más bien de variantes sintéticas reforzadas con alambre o materiales elásticos de gran resistencia). Aun así, resienten tanto los baches que bufan, suspiran, pierden aire, se desinflan si tienen verdadera mala pata, pues ya es mala pata caer en un bachezote, de esos que aparecen por todas partes sin respetar clases sociales ni zonas residenciales. Si bien como en todo, los de arriba cuentan con mejores amortiguadores en sus unidades y los sobresaltos, sí, se amortiguan.
Están los obvios, los fáciles, que se ven o anuncian a gritos. Hay que ser muy torpe para pegar en ellos. Están los invisibles: son fantasmas o los oculta un charco en la lluvia, y ahí sí ¡aguas! Están lo que se abren en las banquetas, concretamente en las rampas de acceso a una tienda de conveniencia, una pizzería o una farmacia. El conductor no los espera, aparte de que amenazan también al peatón y la peatona, aunque despiertan la curiosidad olfativa de los perros.
La vida entre baches depara sorpresas trepidantes. Que si el registro se reventó. Se hundió el desagüe. Robaron la coladera para fundir el metal, o tan sólo fue que los trabajadores de la alcaldía olvidaron reinstalarla. Lo común es que el asfalto dé de sí nada más. En tiempo de lluvias, lo que fue chapopote reblandece y se desperdiga literalmente, reduciendo su aguante a las toneladas diarias en movimiento que calles y avenidas tienen la obligación de dejar fluir.
Los baches despiertan imprecaciones de chofer
. Acusaciones feroces del copilotaje, si lo hay. Caen como patada en nuestro humor naturalmente neurótico. Vecinos hartos del hoyo o solidarios colocan palos de escoba, burdas banderas de costal blanco, cubetas de pintura vacías o lo que llame la atención de quienes circulan por la arteria del caso.
El peor bache puede ser el que amenaza a la vuelta de la esquina y no da tiempo de esquivar. Cada que el carro pega gacho en un hoyanco uno se aflige por los amortiguadores, los rines, las llantas, las salpicaderas, la defensa, el escape y hasta el tanque de gasolina; es decir, las partes estoicas y sensibles del vehículo que tratan con el inframundo.
Otro inconveniente de nuestro suelo público son los topes, monumentos desesperados que invitan, tosca, pero formalmente, a pisar el freno, aunque sea tantito, por el bien de los carros y las gentes que ahí cruzan. Los topes amagan o cumplen ganchos directos a la panza de los automóviles cuando las llantas no alcanzan a tomar oportuna altura. Funesta es la combinación de tope y bache, el subir y bajar dando tumbos resulta desagradable y humillante para quien lleva la responsabilidad del volante o el manubrio de la bici o moto. Las motocicletas, al poner en el asador una sola llanta a la vez, eluden mejor los baches, pero cuando le atinan a uno, las consecuencias pueden ser serias.
Los gobiernos prometen periódicamente que irán tras ellos con cuadrillas. Como el tormento de Sísifo, es una obra interminable. Se practica el bacheo a secas, puntual, que equivale a coser parches en las rodillas de los pantalones. Se notan demasiado y sucumben a las primeras lluvias o a los cargueros inmisericordes. Con suerte se restaura la cinta asfáltica en su totalidad.
En materia de baches el tamaño sí importa. Ya ven los socavones que suelen empezar como huequitos y resultan hundimientos progresivos del asfalto que súbitamente abren inmensas fauces y devoran carros completos o voltean tráileres y repartidores de cerveza que dejan la cuadra oliendo a borrachera.
En otras ciudades de países y continentes mejor civilizados en materia vial he conocido lisura callejera atribuible a un mejor asfalto o a dosis adecuadas de concreto. Aquí suele uno sospechar que los proveedores y los departamentos de adquisiciones prefieren materiales baratos y perecederos, ajustando en secreto los presupuestos autorizados. Esto explicaría algunos misterios, como el que las carreteras y autopistas suelan estar ruinosas, o que las estén reparando continuamente, con la consecuente reducción de carriles y los largos embotellamientos que favorecen el comercio informal de muéganos y agua embotellada. Permiten a las autoridades la creación de empleos temporales que impactan favorablemente sus estadísticas a la hora de rendir informes de labores, además de beneficiar a constructoras, proveedores y departamentos de compras y adquisición de insumos.
Recuerdo amigos que, viajando en el asiento de atrás de mi carro, han perdido la respiración al rebotar contra el respaldo o quedaron mareados al impactar la cabeza en el techo por no traer puesto el cinturón de seguridad reglamentario. Pero pensemos telúricamente: ¿qué sería de las benditas vulcanizadoras (también llamadas yonkes o talachas) y de sus vulcanos ennegrecidos sin el desafío del bache nuestro de cada día?