Rafael Robles de Benito | Recurso de amparo y medio ambiente – La Jornada Maya
Vivir en un medio ambiente sano es un derecho humano. No creo que haya quien discuta la veracidad de este aserto, que además está consignado en los más variados instrumentos jurídicos nacionales, internacionales o locales, de carácter general o constituyente, o como leyes generales, en el seno de reglamentos, y entre las líneas de las más diversas normas. Ahora que está en boca de todos la reforma judicial, que además se considera a todas luces indispensable para la salud de la República, la relación entre el aparato judicial y el medio ambiente no ha sido, a mi juicio, suficientemente discutida. Es cierto que el tema requiere un análisis mucho más profundo y extenso que el que admite esta nota, y que resulta importante abordarlo a partir de la debilidad de las instituciones del estado para garantizar una pronta y eficaz procuración de justicia ambiental, y de la carencia de personal especializado suficiente en el poder judicial para atender los asuntos relativos a la relación entre la sociedad y el ambiente; pero quisiera centrar la atención por el momento en un tema del que se ha hablado con insistencia desde hace ya más de un año: la modificación del recurso de amparo, de manera que deje de ser posible que tenga efectos generales.
En la medida en que no soy para nada un experto en derecho, no me queda más que encarar el asunto desde la perspectiva del sentido común (que parece ser, por cierto, el menos común de todos los sentidos): si los recursos de amparo dejan de poder tener efectos generales, su valor como instrumento para ejercer justicia ambiental deja de tener sentido, porque tratándose de daños o alteraciones al ambiente, no se puede identificar de manera definitiva a una “parte interesada”, sea un individuo, o una organización quien recurre al amparo: Las alteraciones al medio ambiente afectan a todas las personas, aunque no habiten el territorio afectado. El derecho a un medio ambiente sano es entonces, en el mejor sentido de la palabra, un derecho difuso.
Resulta punto menos que imposible imaginar un escenario en el que un recurso de amparo interpuesto en virtud de un daño ambiental beneficiará únicamente a quien lo presenta. Pongamos por caso que una persona solicita un amparo contra la construcción de una autopista, o una línea de ferrocarril, que empieza a construirse ilegalmente, sin haber mediado un procedimiento de impacto ambiental, y sin contar por tanto con un dictamen favorable, que establezca además cómo se deben evitar, abatir o compensar los impactos negativos que esa construcción tendría, en virtud de su propia naturaleza. Para propósitos de esta reflexión, supongamos que la persona en cuestión gana el juicio, y se le otorga en amparo.
En un escenario en el que un amparo no pueda tener efectos generales, el único beneficiario sería quien lo interpuso; pero los efectos de los impactos generados por la obra no afectarían únicamente a esa persona: al deteriorar la calidad del ambiente, afectarían a todos los habitantes de los ecosistemas por donde atraviesa. Y afectaría también a todas las personas que hacen un uso temporal o esporádico de los recursos y servicios que proveen esos ecosistemas. Y afectará a las generaciones por venir, al haber cancelado la posibilidad de gozar en el futuro de la totalidad de esos recursos y servicios.
Se podrían describir casos similares acerca de la construcción y operación de obras que contaminan cuerpos de agua, la invasión o destrucción de pareas naturales protegidas, modificación de los cauces de los ríos, incremento injustificado de la frontera agropecuaria a través de la deforestación, incremento de las emisiones de gases de efecto invernadero, la utilización indiscriminada de plásticos de un solo uso, o la utilización de plaguicidas para el cultivo de organismos genéticamente modificados.
El recurso de amparo aplica cuando se trata de actos de autoridad, o de obras emprendidas por organismos gubernamentales, y que se perciben como un exceso, o como violatorias de algún derecho. Debilitar su capacidad para desincentivar esta índole acciones de gobierno coloca a la ciudadanía en una condición de indefensión.
Cuando un poder actúa ostentándose como el único intérprete legítimo de las necesidades y demandas de un pueblo, y alguna porción de éste se opone a su actuación, y exige el amparo de la ley ante sus efectos, resulta tentador para el gobernante exigir inmunidad ante el amparo, y descalificar a los quejosos, aduciendo su carácter de voz del pueblo, o de la voluntad mayoritaria.
Esto ya ha sucedido en más de una ocasión, abusando incluso del concepto de “seguridad nacional”: la administración anterior, desde mi perspectiva, tuvo a bien saltarse a la torera la legislación ambiental vigente, y hacer caso omiso de los amparos dictados por jueces que, de haberse acatado, habrían determinado la suspensión de las obras. No me atrevería a detallar cuáles han sido o serán en el futuro los daños ambientales ocasionados, porque no han sido medidos a cabalidad y de manera objetiva. Esto habría sido labor de un procedimiento eficaz de evaluación del impacto ambiental, que se omitió sin más razón que la premura sexenal y el argumento falaz de la seguridad de la Nación. Quizá el peor daño resultante de estas obras, como el tren Maya, sea precisamente el no poder evaluar los daños, y por tanto no estar en condiciones de evitarlos, abatirlos o compensarlos. Con una nueva autoridad ambiental, que además conoce a fondo la circunstancia ambiental de nuestro país, y ha visto la evolución del derecho ambiental mexicano prácticamente desde sus inicios, tenemos hoy la oportunidad de evitar que se repitan estos desaguisados.
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Edición: Ana Ordaz