Turquía gana posiciones en Oriente Medio tras la caída de al-Asad en Siria
Al igual que en Irak a principios de 2003, las imágenes predominantes en la Siria de finales de 2024 son las de las estatuas de los dictadores desplomándose entre multitudes jubilosas. En casi todos los vídeos, la piedra o el metal de la escultura levanta una polvareda al caer que emborrona la visión de la escena durante unos instantes.
Algo parecido podría decirse de nuestra capacidad de apreciar el escenario geopolítico de Siria y Oriente Medio tras el colapso de 61 años de dictadura del Partido Baaz y 53 años de dinastía al-Asad en Damasco. Nos hallamos todavía en medio de la nube levantada por la caída de un régimen, tratando de vislumbrar la estampa que nos encontraremos una vez se disipe.
No obstante, hay ciertas cosas que sí pueden barruntarse con cierta confianza. Una de ellas es que Siria en 2024 puede ser para Turquía lo que Irak en 2003 supuso para Irán. Cuando Estados Unidos invadió Irak en 2003 y derrocó la dictadura de Saddam Hussein y el Partido Baaz iraquí, también terminó, sin pretenderlo, con un estado tapón que había mantenido a raya durante décadas las ambiciones regionales de Irán.
2003 supuso el inicio de la marcha de Teherán hacia la hegemonía en Oriente Medio. El estallido de la Primavera Árabe en 2011 aceleró este proceso. El poder regional de Irán crecía en paralelo a desestabilización de distintos países. La República Islámica acabó por establecer una presencia directa e indirecta (a través de milicias financiadas, entrenadas y armadas por Irán) en Líbano, Gaza, Siria, Yemen e Irak.
El conocido eje de la resistencia no era más que la alianza de estas facciones sostenidas por Irán en esos países. La primera piedra de toque de esta hegemonía incipiente era el corredor terrestre hacia el Mediterráneo: Irán-Irak-Siria-Líbano. La segunda era la capacidad de amenazar los dos estrechos más estratégicos de la región: Ormuz y Bab el-Mandeb (este último, a través de los hutíes).
Cuando Irán alcanzó la cumbre de su poder
Entre 2013 y 2017, la República Islámica alcanzó el cénit de su poder en Oriente Medio. La firma del acuerdo nuclear con los Estados Unidos de Barak Obama en 2015 le otorgó reconocimiento internacional y puso fin a las sanciones que maniataban su economía. Esta fase expansiva buscaba expulsar a Estados Unidos de la región, forzar a países como Arabia Saudí y las monarquías del Golfo Pérsico a mantener un perfil bajo y dócil a los intereses de Teherán y, por último, tejer una tela de araña en torno a Israel para acabar derrotando al estado hebreo en una guerra de atrición.
El triunvirato que lideraba y personificaba esta exitosa estrategia de dominación regional iraní estaba compuesto por Qasem Soleimani, creador del eje de la resistencia; Mohsen Fakhrizadeh, padre del renovado programa nuclear, y Amir Ali Hajizadeh, responsable del desarrollo del programa de misiles y drones.
La campaña de máxima presión iniciada por Donald Trump durante su primer mandato marcó el inicio del declive iraní. Soleimani fue asesinado en enero de 2020, y Fakhrizadeh, en noviembre de ese mismo año. La firma de los Acuerdos de Abraham, orquestada por Trump en septiembre de 2020, fue otro factor que aceleró el declive del poder de la República Islámica en la región. La destrucción de Gaza, la derrota de Hezbolá en el Líbano y, finalmente, la caía de al-Asad en Siria han terminado por desmantelar la estrategia iraní y sus aspiraciones hegemónicas.
Turquía y su ajuste de cuentas con el pasado
La geopolítica aborrece el vacío de poder. La bajamar de un país es la pleamar de otro. El espacio que deja Irán lo está ocupando, por ahora, Turquía. Esto no debería extrañarnos: la historia de Oriente Medio entre los siglos XVI y XVIII es la historia de la lucha entre los imperios otomano y persa. Esta pugna, de forma soterrada, parece revivir en el siglo XXI.
La Siria del Partido Baaz y los al-Asad era el estado tapón de la Turquía de Tayyip Erdogán. Una Turquía que, como la Rusia de Putin, desea ajustar cuentas con el pasado. Si en el caso de Putin es la caída de la Unión Soviética hace treinta años, en el caso de Erdogán se trata de la caída del Imperio Otomano hace cien años.
No es que Rusia o Turquía pretendan recuperar el dominio directo sobre todos los antiguos territorios de su pasado imperial, pero sí tratan de establecer una zona de influencia sobre dichos territorios. Esta zona de influencia estaría basada en la ocupación militar o anexión puntual de algunas regiones fronterizas (en el caso de Turquía, el norte de Irak y Siria), el establecimiento de gobiernos afines en los países adyacentes y la creación de redes clientelares mediante la ayuda militar y económica.
Ankara debe ser prudente a la hora de manejar el triunfo logrado en Siria. Erdogán y otros miembros de su partido se sienten reivindicados por la caída de Assad. Junto con Qatar, Turquía ha sido el único país musulmán en Oriente Medio en mantener una férrea oposición al régimen de Assad en Damasco. Incluso en los últimos años, cuando Assad parecía haber sobrevivido a la guerra civil y nadie veía viable la resistencia rebelde en Idlib, Turquía y Qatar mantuvieron su apoyo a la resistencia.
Es lógico que desde Ankara se celebre el triunfo tan rápido e inesperado obtenido en diciembre. No obstante, Erdogán debería mirar a Pakistán. Hace unos años, el aparato de seguridad del estado paquistaní también se felicitaba por el inesperado y repentino triunfo de los talibanes tras dos décadas contra las cuerdas. A nadie se le escapaba que, sin el apoyo de Islamabad, la victoria talibán en Kabul no habría sido posible. Sin embargo, desde la toma del poder, las fricciones entre los talibanes y Pakistán han ido en aumento, llegando a choques armados en la frontera en las últimas semanas.
Aunque es de esperar que los rebeldes sirios mantengan una actitud deferente hacia Ankara, es previsible que en el futuro surjan diferencias y desacuerdos. Para rescatar al país de la bancarrota y la miseria, Damasco necesita mucho más que lo que Turquía o Qatar puedan ofrecer.
En su empresa por lograr la hegemonía regional, Turquía no deberá hacer frente tan solo a Irán, sino también al tercer gran actor actual en Oriente Medio que aspira a configurar la región de acuerdo a sus intereses y designios: Arabia Saudí. La forma en la que estos tres países logren llegar a un equilibrio influirá enormemente en los distintos conflictos que asolan la región.