
Minería en Chile: ¿cuántas toneladas cuesta una vida?
El autor de esta columna profundiza en el fatal accidente minero de la semana pasada para analizar la forma en la que se enfrenta en el país el tema de la seguridad laboral. Sostiene que «!el accidente en El Teniente debe ser un punto de inflexión. Un momento para preguntarnos, con honestidad, si estamos haciendo lo suficiente. Si los aprendizajes acumulados tras otras tragedias realmente están siendo aplicados. Y si el modelo de desarrollo que sostenemos permite conciliar la productividad con la vida digna y segura de quienes hacen posible esa productividad».
Imagen de portada: Claudia Pérez / Agencia Uno
El reciente accidente fatal ocurrido en la mina El Teniente de Codelco, que costó la vida a seis trabajadores, ha dejado una herida profunda no solo en las familias afectadas, sino también en la conciencia colectiva del país. Las edades de los fallecidos, todos menores de 34 años, revelan un drama que va más allá de lo laboral: eran jóvenes con vidas por delante, truncadas en un entorno productivo que debió haberlos protegido. Este hecho, ocurrido en una de las operaciones mineras más importantes y con más historia de Chile y del mundo, vuelve a poner en el centro del debate la eficacia de nuestras políticas de seguridad y la responsabilidad de los actores involucrados.
No se trata de un hecho aislado ni de una simple falla humana. Estamos ante un accidente que se produce en el marco de una estructura productiva altamente tecnificada, con manuales, protocolos y una experiencia acumulada de décadas. Codelco, como empresa estatal, ha sido pionera en estándares ambientales y de gestión, y no es justo ignorar los avances que se han impulsado desde el sector público. Chile cuenta con un marco normativo robusto en materia de seguridad laboral, con leyes como la 16.744, el Reglamento de Seguridad Minera (DS 132) y la existencia de instituciones como Sernageomin o la Dirección del Trabajo, que realizan acciones preventivas y fiscalizadoras.
En los últimos años, además, se han desarrollado campañas institucionales de concientización, políticas de fiscalización integrada y herramientas de monitoreo remoto. Sin embargo, es necesario admitir que estas herramientas, aunque importantes, no siempre alcanzan los cambios suficientes para prevenir tragedias. La fiscalización estatal ha avanzado, pero sigue siendo fragmentada, insuficiente y, en algunos casos, más reactiva que preventiva. Muchas veces depende de denuncias previas o de eventos consumados para actuar con la contundencia que se necesita. Las instituciones fiscalizadoras enfrentan limitaciones en recursos, cobertura territorial y, en ocasiones, en autonomía técnica y tecnológica respecto del poder económico y político que deben supervisar. Como consecuencia, la brecha entre el marco normativo y su aplicación efectiva en terreno sigue siendo alarmantemente persistente. Frente a esta realidad, se vuelve imprescindible revisar y actualizar el Reglamento de Seguridad Minera, tarea que, según informó el Senado el 4 de agosto, está prevista para el 13 de agosto, una vez más como respuesta reactiva ante una tragedia ya consumada.
En la minería chilena, la existencia de protocolos de seguridad no siempre se traduce en su cumplimiento efectivo. Persisten prácticas organizacionales que priorizan la continuidad operacional por sobre la gestión del riesgo, y en no pocas ocasiones la capacitación se convierte en una formalidad que no prepara adecuadamente a los trabajadores para enfrentar situaciones críticas. La tercerización, por su parte, complejiza el control sobre las condiciones de seguridad, generando entornos donde coexisten distintos estándares y responsabilidades difusas. En este escenario, incluso desde la propia empresa se reconoce la necesidad de una revisión profunda: el presidente del directorio de Codelco, Máximo Pacheco, anunció que se encargará una auditoría internacional que “reportará directamente al directorio y se hará cargo de ayudarnos a determinar qué es lo que hicimos mal”.
Además, muchas veces el aprendizaje institucional posterior a los accidentes queda encapsulado en informes técnicos, sin una real transferencia al diseño organizacional o a la cultura preventiva de las empresas. La seguridad, para ser efectiva, debe permear todas las capas de la organización, desde la planificación estratégica hasta las decisiones operativas cotidianas. Esto requiere una gobernanza que no solo sancione, sino que también concientice a las personas, incentive la mejora continua, genere reportes transparentes de incidentes y construya confianzas con las y los trabajadores.
Considerando este escenario, se vuelve urgente incorporar de manera real y sistémica el enfoque de Reducción del Riesgo de Desastres (RRD) en la planificación minera. La RRD no es un eslogan ni una moda: es un marco que exige identificar amenazas, analizar vulnerabilidades, fortalecer capacidades y generar una cultura de prevención en todos los niveles. Aplicar este enfoque permitiría que las operaciones mineras dejen de actuar de forma reactiva frente al riesgo, y pasen a una gestión integrada que priorice la vida y la sostenibilidad de los territorios. Tal como ha advertido la Oficina de Naciones Unidas para la Reducción del Riesgo de Desastres (UNDRR), “los desastres naturales no existen; los desastres son siempre el resultado de las acciones y decisiones humanas”.
La implementación efectiva de la RRD también requiere mayor inversión en investigación aplicada, alianzas con universidades y centros de estudios, y la creación de capacidades locales en gestión del riesgo. Comunidades, gobiernos locales y organizaciones de trabajadores deben ser parte activa del proceso, superando el enfoque tradicional centrado exclusivamente en la empresa. Una minería sostenible debe asumirse como un actor integrado en un sistema territorial, donde las decisiones productivas tienen impactos ambientales, sociales y culturales.
Detrás de cada tragedia hay rostros humanos. Jóvenes trabajadores y trabajadoras que no regresarán a sus hogares. Esposas, esposos, hijos, hijas, madres, padres, hermanas y hermanos que no encontrarán consuelo suficiente. No es aceptable que, en pleno siglo XXI, sigamos naturalizando que el desarrollo del país tenga como costo la vida de quienes construyen sus cimientos, aunque se trate de una sola persona. La minería, columna vertebral de la economía nacional, no puede continuar siendo también un escenario de muerte.
No basta con prometer investigaciones exhaustivas cada vez que ocurre una tragedia. Es necesario actuar antes, de forma planificada y con voluntad transformadora. Esto nos obliga a cuestionar si los protocolos realmente funcionan, y a analizar si el modelo de gestión basado en contratos ha mostrado sus límites para asegurar que la fiscalización sea oportuna, autónoma y con capacidad real para corregir desviaciones antes de que se vuelvan irreversibles.
También implica reconocer que la seguridad no es solo responsabilidad de las y los trabajadores, de un comité paritario o de un Prevencionista. Es un tema estratégico, que debe involucrar a los directorios, a la alta gerencia, a los sindicatos, a las comunidades y al Estado. La seguridad no puede seguir siendo entendida como un costo adicional, sino como una inversión imprescindible para una minería verdaderamente sostenible.
El accidente en El Teniente debe ser un punto de inflexión. Un momento para preguntarnos, con honestidad, si estamos haciendo lo suficiente. Si los aprendizajes acumulados tras otras tragedias realmente están siendo aplicados. Y si el modelo de desarrollo que sostenemos permite conciliar la productividad con la vida digna y segura de quienes hacen posible esa productividad.
Las respuestas a estas preguntas no pueden seguir esperando al próximo accidente.