Hermann Bellinghausen: Los kryptonianos llegaron ya
N
o eran como nosotros. Venían de un lugar sumamente lejano. Un planeta condenado. Sólo unos cuántos saltaron a otra galaxia para salvarse. Machos fértiles capaces de violar y matar lo que fuera, la Tierra resultó compatible con su metabolismo. Entonces no lo supimos, pero su planeta se llamaba Krypton, regido por un kryptoniano sabio y notable llamado Jor El. Se ve que eran felices. El planeta fue generoso durante eras y la especie prosperó hasta lo increíble. Se creyeron superiores a sus dioses, esa larga invención de sus ancestros que se hundía en un pasado remoto sospechosamente imaginario. En el fondo sabían que los dioses no existían, pero a los gobernantes les resultaban muy útiles para dominar al resto.
Lo que los hacía superiores, consignan sus crónicas, era que no tenían sentido de la moralidad. En la milenaria carrera de dominio en su mundo y su Universo fueron perdiendo la noción de los límites, el valor de las virtudes éticas, el respeto a las leyes creadas por ellos mismos y el respeto a la vida como tal. Jor El, sabio y todo, era igual. Fue un tirano despiadado. Pero al verse perdidos él y su mujer, Lara Lor Van, encapsuló a Kal El, su último vástago, apenas nacido, y lo embarcó para atravesar el espacio gracias al adelanto de la inteligencia de las máquinas en Krypton.
La capsulita y el niñito vinieron a caer en nuestra Tierra. Con el tiempo sería Supermán, de todos conocido. En una comprobación de que lo genético se distingue de lo adquirido por la educación y la experiencia vital, ese niño sí tuvo sentido de la moralidad, la justicia, la igualdad y todos aquellos atributos estorbosos que los mayores de Krypton habían erradicado. Kal El abandonó demasiado pronto su planeta originario, no le dio tiempo para echarse a perder.
Cuenta la historia que no fue el único sobreviviente del planeta condenado. Un grupo de guerreros y conspiradores aprovecharon la muerte de Jor El, a quien recordamos con el aspecto de Marlon Brando (se dice que ellos lo asesinaron), para obtener el recurso tecnológico que puso en órbita a su cachorro y zarparon justo cuando Krypton tronaba como cucaracha, no con una explosión, sino aplastado entre susurros y gemidos. Siguiendo la estela del niñito, dieron con la Tierra al final de un largo viaje que los desquició con sus vicisitudes siderales.
Aunque mentalmente insanos, se mezclaron astutamente entre la población. Originalmente, eran verdes, pero cayeron entre humanos blancos. Unos rubios, otros no. Los encontraron de pelo negro, rojo, castaño, cobrizo, gris. Los más ambiciosos, imitando al oro, se hicieron anaranjados. Reprodujeron a la perfección aquellas pieles pálidas o coloradas, hasta las pecas en ocasiones, y adoptaron la variedad de ojos y cabelleras a su disposición. Poseyeron cuanta hembra se cruzó en su camino, quisieran ellas o no. Se multiplicaron. Y aguardaron.
Inicialmente, habían aterrizado en algún lugar de Europa continental, pero junto con los blancos, que entonces eran muy brutos, se expandieron al resto del mundo, participando sin escrúpulos en la fundación de la Sucursal Americana de la empresa Civilización Doña Europa, y les fue tan bien que volvieron religión a la prosperidad.
Cuando digo que se mezclaron con la población terrícola, lo digo literalmente. Habrá quien ame el concepto, yo no. Procrearon con humanas. La invasión silenciosa fue exclusivamente masculina, a sus hembras las dejaron reventar en Krypton. Tuvieron buen cuidado de inculcar en su descendencia la falta de moral que los hacía superiores en su planeta de origen. Acompañaron a los humanos que más se parecían internamente a ellos en la construcción de la hegemonía y los guiaron por la ruta del poder total y despiadado con que habían regido Krypton hasta extenuarlo.
De Supermán se ha dicho todo. Queda poco que agregar. Criado también entre blancos en un pueblo avispa (wasp, en inglés), aún libre de la influencia kryptonia, para disimular su identidad verdadera se convirtió en reportero de un diario provinciano con el pomposo nombre de El Planeta Diario. Se casó con una compañera de la redacción y la vida familiar de clase media acabó atrofiando sus capacidades superiores. Hizo el bien sin mirar a quién hasta disolverse en historietas, películas y comerciales de refrescos, reducido a ícono publicitario hasta devenir irrelevante, sin perder nunca sus aprendidos valores humanos.
Los kryptonianos en cambio infestaron la Tierra. Olvidaron que querían eliminar al hijo de Jor El, tan irrelevante les acabó pareciendo. Inculcaron en su estirpe las ventajas de la ausencia de escrúpulos, libres de las ataduras de la empatía y la generosidad. Si en Krypton la vida de los demás y la viabilidad del planeta les valía madres, acá todavía más. Matando gente moruna, café, negra y amarilla, elevaron a la divinidad un Gólem espantoso y lo llamaron Llave. Con esa llave traspasaron todas las puertas de pudor y decencia que no tiraron a patadas hasta extenuar a la Tierra, confiados en que habría otro planeta al cual huir. Pero no hubo tal.