
Alertan sobre el deterioro de Sismo y resurrección, testimonio de esfuerzo colectivo y resiliencia
Alertan sobre el deterioro de Sismo y resurrección, testimonio de esfuerzo colectivo y resiliencia
▲ Tlatelolco 1985: Sismo y resurrección se inauguró en 1999. Sus trazos, círculos y cenefas evocan edificios desplomados, familias protegiéndose y rostros emergiendo de la sombra. Se ubica en la colonia Guerrero. En la primera imagen, del lado izquierdo, Nicandro Puente.Foto Red de Muralismo Comunitario y Jair Cabrera Torres
Daniel López Aguilar
Periódico La Jornada
Viernes 19 de septiembre de 2025, p. 4
Tlatelolco ha sido escenario de tragedias y resiliencia en la Ciudad de México. Entre sus muros y plazas confluyen historias de esfuerzo colectivo: la masacre de 1968, el terremoto de 1985 y la vida cotidiana de quienes habitan sus edificios.
En este crisol histórico se encuentra Tlatelolco 1985: Sismo y resurrección, de Nicandro Puente (1953-2005), pintor y muralista que convirtió la experiencia del desastre en un acto colectivo de solidaridad y remembranza.
El mural se ubica en el jardín La Pera, colonia Guerrero, y con 30 metros de altura se pintó a finales de los años 90 con brochas y andamios gracias a su impulso.
Vecinos participaron junto con él en la creación de la Red Urbana de Muralismo Comunitario, con la idea de que cada edificio contara un pasaje de la historia de Tlatelolco y se consolidara como patrimonio compartido.
“Mi padre fue voluntario tras el sismo de 1985. Vio familias destruidas, calles cubiertas de polvo y la organización de los vecinos para sobrevivir”, explicó en entrevista la fotógrafa Thamara Puente. “Eso marcó su vida. Cuando encontró en Tlatelolco una comunidad dispuesta a sumarse, supo que era momento de expresar el dolor”.
Los trazos geométricos, círculos y cenefas evocan edificios desplomados, familias protegiéndose y rostros emergiendo de la sombra. Admirador de la geometría sagrada, Puente incorporó calaveras estilizadas inspiradas en motivos mesoamericanos. Los colores –azules, rosas y amarillos– se elaboraron con pinturas vinílicas mezcladas con selladores, para que la comunidad pudiera replicar la técnica si lo deseaba.
“No se trataba de que quedara en manos de un solo artista”, señaló la fotógrafa. “Él insistía en que el solitario ‘yo’ se volviera un solidario ‘nosotros’. Esa idea fue el corazón del proyecto y de toda la Red Urbana.”
La inauguración en 1999 situó la pieza como referente del barrio y recordatorio de la memoria colectiva. Sin embargo, el tiempo dejó huellas visibles. La Jornada constató en un recorrido que el sol y la lluvia borraron franjas de color y que la pintura se descarapeló en varias secciones.
Grafitis ocasionales en la parte inferior se mezclan con los recuerdos, como si pasado y presente dialogaran sobre el mismo espacio.
La creación acompaña la vida cotidiana de Tlatelolco. Jóvenes entrenan con guantes de box, otros utilizan las barras metálicas; niños juegan y familias pasean. Para algunos es un fondo más; para otros, un recordatorio de la fuerza colectiva.
“Estaría bien que hubiera una placa con información”, comentó Juan Guerrero, mientras golpeaba una llanta. “Mucha gente piensa que son dibujos viejos. Si conocieran su historia, lo respetarían más”.
Luis Morales recordó lo que le contó su madre. “Cuando cayó el edificio Nuevo León fue polvo y gritos aquí mismo. Cada vez que entreno pienso en eso. Este trabajo me recuerda que la gente se levantó a pesar de todo”.
Ricardo Arroyo añadió: “Este barrio siempre carga con la tragedia: 1968, 1985, 2017… Pero también con resistencia. Que se deteriore es como olvidar; eso no debería pasar”.
La Red Urbana de Muralismo Comunitario, fundada en 1996, mantiene vivo su legado. “Ver la pieza en pie es orgullo y compromiso”, indicó Puente. “Nos recuerda que el arte público preserva la memoria y exige esfuerzos para restaurarla, porque cada día se pierde un poco de lo que Nicandro quiso dejar”.
La artista amplió sobre la vigencia del proyecto: “A las nuevas generaciones hay que decirles que estas creaciones no se limitan al color; representan historia. Son la prueba de que una comunidad puede superar el dolor y fortalecer sus lazos.
“Durante el proceso, vecinos de todas las edades aportaban relatos de sus experiencias. Esa interacción fue fundamental: los niños dibujaban lo que observaban, los adultos compartían historias de pérdidas y reconstrucción. Cada pincelada buscaba un sentido colectivo, más allá de la memoria individual. Eso convirtió el trabajo en un testimonio vivo de resiliencia.”
Los murales posteriores también tuvieron un papel central. Según Thamara Puente, en cada sesión los participantes aprendían a mezclar colores, a dibujar figuras geométricas y a comprender la simbología. “Fue un aprendizaje compartido que fortaleció los vínculos vecinales y permitió que el legado artístico trascendiera la ausencia física del autor.
“Nicandro Puente quería que al observar su entorno, la gente se preguntara quiénes somos y de dónde venimos. Ese estímulo permanece, aunque los colores se desvanezcan. La memoria no depende de la pintura: depende de que la comunidad la siga nombrando y cuidando.”