Minería ilegal y elecciones: la disputa que Ayacucho no puede ignorar | Editorial
Ayacucho vuelve a situarse en un punto de quiebre. Mientras en Lima se discuten reformas electorales de último minuto y peleas que nada explican, en las provincias del norte y sur de la región avanza un fenómeno que, de mantenerse silenciado, tendrá más impacto que cualquier candidato en campaña: la reorganización silenciosa de las economías ilegales, en especial la minería ilegal e informal, sobre territorios históricamente productivos pero siempre relegados por el Estado.
Desde Huanta y Santillana hasta Pausa, Chumpi y Lucanas, comunidades denuncian el ingreso de maquinaria pesada, la aparición de campamentos clandestinos y la presión de operadores que llegan con dinero en efectivo y discursos de “desarrollo”. El Estado, como suele ocurrir, llega tarde; y cuando llega, llega dividido. Este avance coincide con un momento político particularmente crítico: la organización de las Elecciones Generales de 2026, donde Ayacucho deberá elegir autoridades en un contexto de vacío institucional y creciente fragilidad territorial.
La región carga una contradicción histórica: es un territorio altamente productivo, pero nunca ha sido tratado como tal por el Estado. Produce café, cacao, tara, granos, oro y otros minerales; pero sigue sin industrialización, sin carreteras de calidad, sin seguridad y sin inversión planificada. Esta debilidad estructural se convierte hoy en la puerta abierta para que la minería ilegal capture espacios económicos, sociales y ahora políticos.
El verdadero riesgo electoral que nadie menciona es que la campaña del 2026 se dispute entre dos fuerzas que no compiten en igualdad de condiciones.
De un lado, partidos políticos debilitados, muchas veces sin presencia real en territorio, sin cuadros técnicos y con candidatos improvisados. Del otro, economías ilegales que sí tienen organización, logística, financiamiento y presencia territorial, además de capacidad para coaccionar, comprar voluntades o instalar narrativas donde el Estado es el enemigo. Ayacucho enfrenta una pregunta mucho más urgente: ¿Quién controlará el territorio durante las elecciones?
Si la ONPE y el JNE no logran garantizar presencia efectiva en distritos donde la minería ilegal se expande; si las comunidades no tienen protección frente a actores que llegan con dinero y maquinaria; si los gobiernos locales entran al 2026 capturados por intereses que operan fuera de la ley, el resultado electoral, aunque legal en papeleo, será débil en legitimidad.
Esta disputa no es nueva, pero hoy tiene otra magnitud. En la década pasada, Ayacucho fue estigmatizado por la violencia política. Ahora puede serlo por la economía criminal que empieza a competir con la democracia no en discursos, sino en territorio y recursos.
Por eso, Ayacucho no puede permitirse una campaña muda frente a la minería ilegal. El Estado tampoco puede seguir mirando a otro lado mientras se configuran verdaderos enclaves donde la ley no llega. Las comunidades tienen derecho a decidir sobre sus recursos y su futuro, pero esa decisión debe basarse en información, transparencia y garantías, no bajo la presión de grupos que ofrecen corto plazo y dejan largo daño ambiental, social y político.
Ninguna elección puede considerarse limpia si el territorio donde se vota está siendo disputado por actores ilegales.
Es hora de que Ayacucho ponga este tema en el centro del debate nacional.
Porque si la minería ilegal sigue creciendo en silencio, el 2026 no se elegirá solo a un presidente, congresistas o autoridades regionales: se estará disputando quién manda realmente en los territorios donde el Estado nunca llegó.
Se merece que esa discusión empiece ahora.
Callar sería permitir que otros —los que no compiten en urnas— escriban el futuro de la región.