Miguel Motas, toxicólogo: “Nunca metería un recipiente de plástico con comida en el microondas”
Un metaestudio identifica 3.600 sustancias químicas en contacto con los alimentos. Un centenar de científicos exigen al Gobierno español un futuro sin tóxicos. Un 36% de los comestibles analizados en España tienen restos de plaguicidas. Tres noticias de esta misma semana llaman la atención sobre el hecho de que cada día estamos expuestos a sustancias tóxicas que, a largo plazo, pueden tener efectos sobre la salud. Lo sabe bien Miguel Motas (Madrid, 50 años), profesor de Toxicología de la Universidad de Murcia, que lleva más de dos décadas trabajando en toxicología ambiental tanto en la Antártida como en España.
Pregunta. ¿Cuáles son esas 3.600 sustancias químicas en contacto con alimentos que han llegado a muestras humanas?
Respuesta. El estudio publicado esta semana tiene tres fuentes: la literatura científica de todo lo publicado sobre sustancias en envases o en contacto con alimentos, programas de biomonitorización humana, y también exposomas —analíticas de lo que puede haber en una muestra del ser humano—. A partir de esas tres fuentes, han encontrado 14.000 sustancias conocidas en los envases y alimentos, de las cuales alrededor de 3.600 llegan a la sangre, la leche materna y el pelo. Entre ellas aparecen sustancias como bisfenoles, ftalatos, metales, sobre las que ya hay normativa y se van reduciendo, y otras que están en esos materiales pero todavía no se han evaluado completamente.
P. ¿Cuáles faltan por evaluar?
R. Destacaría los antioxidantes y algunos oligómeros, que no son sospechosos pero necesitan una evaluación más amplia. Se sabe que están en esos envases y el cuerpo los absorbe. El trabajo proporciona una herramienta agrupada en una base de datos de libre acceso, lo que abre una vía para los investigadores. Si encontramos un antioxidante peligroso, las autoridades tienen que vigilarlo y, en su caso, prohibirlo.
P. Entre ellas, ¿hay disruptores endocrinos?
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R. Sí. Los bisfenoles, ftalatos, perfluorados y algunos metales son disruptores endocrinos, que pueden causar problemas de reproducción, cáncer de mama, diabetes, obesidad… Europa es el continente más protegido del mundo en este ámbito. Tecnológicamente, necesitamos plásticos, pero tienen riesgo. Hay muchísimo menos riesgo que hace años, y cada vez llegamos a detectar cantidades más pequeñas de contaminantes y con efectos más sutiles. Pero el bisfenol A es barato, con lo que si lo sustituyes el producto se va a encarecer. Ahora se usan el bisfenol F o el Z, que son más seguros, pero también tienen riesgo. No estamos totalmente protegidos, pero estamos mucho más protegidos que antes.
P. Los críticos dicen que cuando se evalúa un disruptor endocrino no se comprueba su efecto combinado con otros.
R. Eso ocurre así con todas las sustancias tóxicas, es una limitación de la toxicología, porque la mezcla de sustancias es infinita. Confío en que en el futuro la inteligencia artificial nos ayude en este campo. Otra limitación son las pruebas con seres humanos. Trabajamos con animales de experimentación, y la rata tiene el metabolismo casi idéntico al ser humano, pero no deja de ser una rata. Esas barreras las suplimos con índices de corrección: cuando una dosis no supone ningún efecto tóxico medible en una rata, se divide entre 100 para que pueda estar presente en un alimento.
P. ¿Los envases alimentarios son seguros?
R. Son seguros, pero tienen que ser más seguros. Yo soy padre y no me tranquiliza nada que haya restos de bisfenol, de perfluorados y ese cóctel químico en los envases. Tenemos que seguir avanzando para buscar un nivel cero de disruptores endocrinos. Lo hemos eliminado en las tetinas de los biberones, en determinados productos para niños, pero hay otros en otros envases. Es muy difícil evaluar que una sustancia ingrese hoy en el organismo y que en 20 años a nivel hormonal me pueda impedir la reproducción, por ello debemos buscar la máxima seguridad posible.
P. En 2022, la Comisión Europea inició una gran prohibición de sustancias químicas tóxicas de uso cotidiano, ¿en qué punto está?
R. La industria química tiene un peso importante, y gracias a ella y la utilización de determinadas sustancias, hay productos más baratos y por ejemplo menos riesgo de incendios (retardantes de llama), pero también se liberan pequeñas cantidades de contaminantes que tienen efectos sutiles a nivel crónico. Evaluarlos requiere mucho tiempo y dinero. La presión de la industria y del consumidor, que necesita productos a precio asequible, hace que sea difícil restringirlos, pero cuando se demuestra su peligrosidad se prohíben en Europa. Sin embargo, la industria asiática no tiene la legislación europea. Yo no le compraría un juguete a mi hijo en un Todo a 100 asiático, porque muchas veces no cumple los estándares de calidad respecto a disruptores endocrinos. Algo parecido ocurre con los alimentos: lo que viene de importación no siempre cumple nuestra legislación, y no hay recursos para controlarlo todo. La comida europea y sobre todo la ecológica los evita, pero es más cara.
P. Ecologistas en Acción ha publicado un informe basado en datos oficiales que muestra que en el 36% de las muestras de alimentos de 2022 había plaguicidas. ¿Qué problemas generan?
R. Ahora podemos detectar cada vez más sustancias y en cantidades ínfimas, lo que no quiere decir que una vez que se absorban provoquen efectos. Lo que se absorbe se une a las proteínas y va al hígado, que intenta desactivarlo y acelerar su eliminación. Si se mantiene un equilibrio, tenemos mecanismos de defensa para que lo absorbido no produzca problemas. Su presencia no quiere decir que sean un peligro para la salud, porque la mayoría cumple los límites legales. También es cierto que con la esperanza de vida cada vez más larga, los efectos sutiles a nivel crónico son complejos de evaluar: ¿Es posible que el cáncer que me diagnostiquen con 70 años pueda ser por una mezcla de sustancias a las que he estado expuesto anteriormente en mi vida? Es dificilísimo establecer esa relación de causalidad.
P. Un centenar de científicos han presentado un escrito en el Congreso para pedir medidas contra “la alarmante exposición a sustancias tóxicas derivadas del plástico y otros productos sanitarios de uso cotidiano”. ¿Qué le parece?
R. Me parece genial. Hay que abogar siempre por la ciencia. El problema es que a nivel político se requiere urgencia de resultados y la ciencia proporciona beneficios a más largo plazo. Al hilo de este manifiesto, hay que invertir mucho más en ciencia y necesitamos presupuesto para mejorar la seguridad de todos los productos.
P. ¿Deberíamos usar menos plástico?
R. En general el plástico hay que intentar sustituirlo en todo lo que se pueda. El plástico nos inunda a nivel de contaminantes y a nivel ambiental. Yo de pequeño cogía los envases de vidrio y los devolvía al supermercado tras usarlos. Siempre que tengo la opción, escojo vidrio en vez de plástico. Y nunca metería un recipiente de plástico con comida en el microondas, porque cada vez tenemos más evidencia de sustancias que antes no podíamos medir que están pasando al alimento. El plástico no es inerte, cada vez tenemos más sustancias nuevas con ese efecto sutil de disruptor endocrino.
P. ¿Por qué la legislación va tan lenta para prohibir estas sustancias?
R. Cuando trabajaba en el Instituto de Salud Carlos III (ISCIII), en 2017, dirigí un estudio de biomonitorización de adolescentes para investigar qué exposición tenían ante diferentes sustancias, y han pasado siete años hasta que se ha puesto en marcha un programa similar estatal para toda la población. A nivel político es muy lento, porque a nadie le gusta hablar de contaminantes, de los efectos que provocan en la salud, y los réditos son a muy largo plazo. Y el apoyo político hace falta para aprobar una nueva legislación.
P. ¿En qué consistirá ese programa?
R. El ISCIII centraliza los estudios y manda las muestras (sangre, pelo, leche materna) a diferentes laboratorios —uno es el nuestro— para que las analicen. Estamos buscando nuevas sustancias. Por ejemplo, el bisfenol A se ha prohibido en determinados alimentos y recipientes plásticos, y se quiere prohibir más, nosotros estamos ya buscando el bisfenol F y Z, que son los sustitutos que la industria está usando. Esto es como el doping, vamos buscando nuevas sustancias emergentes, se monitorizan nuevas sustancias que van surgiendo para ver hasta qué punto la población está expuesta y si esa exposición es alarmante. Luego se harán estudios a nivel nacional acompañados de encuestas epidemiológicas: se toma la muestra a alguien y se le pregunta qué come, qué bebe, dónde vive, qué deporte hace, qué ropa usa… para poder establecer la fuente del contaminante. Son muestras anónimas, pero si se detecta un nivel peligroso se contacta con la persona para que vaya al especialista. Nos pasó con un estudio anterior en Huelva, en una zona de mucho consumo de atún, donde los adolescentes tenían niveles peligrosos de mercurio.
P. ¿Le ha ocurrido algo similar en otros estudios?
R. Sí. Realizamos un estudio sobre leche materna. Portman y Cartagena son de las zonas más contaminadas de Europa por metales pesados; la leche es una vía de eliminación de metales. Que una persona que viva allí dé lactancia materna a un niño recién nacido, que es especialmente sensible al plomo y al mercurio, no es lo más recomendable, porque se está poniendo en peligro al niño. Hubo un pediatra que movilizó a una asociación prolactancia materna y denunciaron. Lo mejor que existe es la lactancia materna, pero si vives en la zona más contaminada de Europa por metales, no es lo más adecuado.
P. ¿Qué investiga en la Antártida?
R. Llevo más de 20 años trabajando allí para ver qué contaminantes hay, porque es la zona más pura del planeta. En el aire y el agua es difícil medir contaminación, pero en los pingüinos es más sencillo, porque están en lo alto de la cadena trófica amplificándose los niveles. En los pingüinos hemos encontrado mercurio, ftalatos, perfluorados, incluso cadmio y selenio a niveles tóxicos para el animal. Eso nos confirma que contaminamos el planeta globalmente.