En la Amazonia ecuatoriana con los cofán que defienden su territorio de la minería ilegal de oro
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Antes de que llegaran los invasores, los antepasados de Edison Lucitante recorrían libremente centenares de miles de hectáreas de selva virgen en la Amazonia, pescando en sus ríos, cazando animales y recolectando innumerables especies de plantas. En la actualidad, gran parte de esas tierras en el noreste de Ecuador están deforestadas. “Aquí la mayor amenaza es la minería de oro”, cuenta Edison. “Hay otras menores, como los cazadores ilegales, los pescadores y los madereros”. Dice que su pueblo, el cofán, ya no vive en la selva, sino en “islas selváticas” rodeadas de carreteras asfaltadas, oleoductos y desarrollos urbanísticos.
En Ecuador quedan solamente unos 1.200 indígenas cofanes, a los que se suman algunos centenares más al otro lado de la frontera, en la región colombiana de Putumayo. En tiempos precolombinos eran más de 70.000. En el pueblo de Edison, Sinangoe, habitan unas 250 personas y 27 de ellos forman parte de la guardia forestal indígena de la comunidad, que Edison dirige. Durante todo el año, el grupo patrulla unas 65.000 hectáreas del territorio ancestral cofán. Llevan haciéndolo más de 500 años, defendiéndose primero de los incas, luego de los españoles, más tarde de las multinacionales petroleras y de todo tipo de delincuentes que quieren ganar dinero con sus tierras, como sucede hoy en día.
El campamento base de los guardabosques es una cabaña de dos plantas apoyada sobre pilotes a orillas del río Aguarico. Es inaccesible en coche. Edison está sentado en la escalera de la entrada con unos vaqueros y una camiseta verde con la insignia del grupo: un tocado tradicional cofán y dos lanzas de madera de palma.
La cabaña está en tierra ancestral cofán. Desde el punto de vista legal, está situado en el Parque Nacional Cayambe Coca, que el Estado ecuatoriano estableció en 1970, pero que los cofanes no reconocen como legítimo. Durante los patrullajes, los guardias documentan la actividad extractiva ilegal y marcan los puntos de interés, los lugares donde crecen determinadas plantas medicinales. Estas expediciones por el bosque, que a veces duran semanas, forman parte de un proyecto más amplio para consolidar en la legislación y en la conciencia pública las reivindicaciones de los cofanes. “Somos los dueños de este territorio”, declara Edison. “Queremos dejárselo claro al Gobierno de este país”.
Al caer la noche, la única mujer de la patrulla, Zulema Tapuy, la esposa de Edison, prepara una comida para todos a base de arroz, lentejas, salchichas y plátanos. Después de cenar, algunos guardianes bajan al río a bañarse y cuelgan sus hamacas para dormir. Al amanecer, empiezan a prepararse para la caminata. La mayoría viste un conjunto verde y negro: botas de goma, pantalones de senderismo, chalecos y gorras con su logotipo. Además de las hamacas y las mochilas cargadas de provisiones, llevan machetes, lanzas, localizadores GPS, cámaras trampa, drones y el único rifle del grupo. Uno de ellos, un anciano al que todos identifican como taita o chamán, talla la corteza de una liana de Paullinia y la mezcla en una batea con agua del río para hacer yoco. Los guardianes se pasan el brebaje y cada uno toma uno o dos sorbos de la bebida ancestral y energizante, un efecto que provoca la cafeína y la teobromina de la liana, un alcaloide que también se encuentra en el chocolate.
Los guardianes cargan la canoa y parten río abajo. Pronto aparece una manada de buitres que despedaza a un perro muerto en la orilla derecha. Poco después, una joven pareja busca oro sin ningún equipo pesado ni productos químicos. “Minería artesanal”, comenta uno de los guardianes, que los saluda y sigue adelante. Al cabo de un rato, llegan a una orilla rocosa que conduce a un sendero empinado. Clavado en uno de los árboles cercanos, un gran cartel metálico rojo y blanco indica: “Territorio Ancestral A’i Cofán Sinangoe. Se prohíbe la entrada de personas o empresas a nuestro territorio ancestral para hacer cualquier tipo de actividad extractiva sin el consentimiento de nuestra asamblea. Persona encontrada dentro de nuestros límites estará notificada por nuestra guardia, se decomisarán sus equipos o materiales y estarán expulsadas fuera de nuestro territorio”. No se puede cazar, ni pescar, ni talar árboles, ni extraer minerales. Tras chupar unos caramelos, entran al bosque y comienzan el ascenso.
A medida que los guardianes escalan la montaña, el grupo se va dividiendo en unidades más pequeñas. Cada uno va a su ritmo, pero todos conocen bien la ruta. Cada poco, los que van más rápido se detienen y esperan a los rezagados. Edison observa la huella fresca de un oso de anteojos (tremarctos ornatus), una de las más de 50 especies de mamíferos que se han documentado en el territorio. Los cofanes patrullan sobre todo por el bienestar de estos animales. Su tierra ancestral también alberga decenas de reptiles y anfibios diferentes, no menos de 650 especies de aves y millares de especies vegetales, entre ellas el yagé (banisteriopsis caapi), una planta que los cofanes consideran sagrada.
Para ellos, el yagé o ayahuasca no es una droga de fiesta, sino un puente hacia el mundo espiritual. Se dice que, bajo su efecto, se puede entrar en comunión con los antepasados y los diversos espíritus que animan la selva. “Es mi remedio”, explica el taita. “Sana el espíritu”. A veces, hasta se administra a niños de 7 años. “Hay días en que nos sentimos decaídos”, cuenta Edison. “Tomamos la medicina para sentirnos fuertes y tener ganas de caminar por el territorio”. Algunos cofanes lo mezclan con otras plantas, como el opirito (psychotria psychotriafefolia), un arbusto que provoca alucinaciones vívidas, o el va’u (brugmansia suaveolens), una planta de flores venenosas que aumenta la potencia del yagé. Salvaguardar el acceso a estas plantas es otra de las principales motivaciones de los guardianes. Pero para ellos, el valor del bosque no reside únicamente en su biodiversidad, sus remedios y sus recursos materiales. Edison explica que beben el yagé para desarrollar una “conexión espiritual con nuestro territorio”, vislumbrar el futuro y orientarse a la hora de tomar las grandes decisiones de la vida. Parte de esa orientación procede de “la gente invisible”, prosigue, las almas de los antepasados que aún residen en el bosque, en “zonas intocables” vedadas a los mortales. Los guardianes protegen incluso tierras que no tienen intención de pisar, tierras que no existen para los vivos, sino para los muertos.
En sus tres días de patrullaje, los guardianes encontraron cuatro campamentos mineros ilegales improvisados. No había ni rastro de sus ocupantes, pero habían dejado restos de ropa, botellas de plástico, envoltorios de caramelos y otros desechos. Los guardianes marcaron sus coordenadas con un localizador GPS y sacaron fotos. El último día, bajaron la montaña para salir del bosque y llegaron a un banco de arena del río Aguarico. El taita observó huellas en la arena, pero no eran de jaguar ni de oso. Eran huellas de botas frescas que se adentraban en la selva. Fueran quienes fueran estos invasores, habían esquivado a los guardianes, por ahora.
Sin comida ni energía después de tres días en la selva, los guardianes decidieron no perseguirlos y llamar a un compañero para que los recogiera en canoa para regresar. De vuelta al campamento base, un guardián de veintitantos años llamado Nixon Andy Narvaéz cuenta que antes presentaban quejas al Gobierno sobre la minería en la zona. “Nos decían: ‘¿Dónde está la evidencia? ¿Quién les amenaza? Ahora podemos decir: ‘Aquí está la foto, aquí está el vídeo, aquí está el punto de referencia’. Por eso pasamos días, semanas, patrullando”, explica. Nixon considera la labor de vigilancia de los guardianes como la batalla más reciente de una larga lucha. “Defendemos este territorio y lo transmitimos”, afirma, “de la misma manera que nuestros antepasados lo defendieron y nos lo transmitieron”. En 1611, los cofanes mataron al padre Rafael Ferrer, un jesuita español, en venganza por la persecución a la que les sometieron sus compatriotas. En los siglos siguientes, incendiaron la ciudad colombiana de Mocoa, sitiaron Pasto e intentaron mantener a raya a las petroleras.
En la década de 1990, los cofanes seguían empleando tácticas intimidatorias. En 1993, cuando Ecuador tenía la tasa de deforestación más alta del mundo, retuvieron a los trabajadores de un pozo petrolífero de la empresa estatal Petroecuador, confiscaron equipos e incendiaron un helipuerto. Actualmente, los cofanes reconocen que la mejor manera de controlar y proteger sus tierras ancestrales es a través de los tribunales. En 2018, el Gobierno ecuatoriano otorgó 52 concesiones mineras de oro en la cabecera del río Aguarico. Los cofanes, con ayuda de la ONG norteamericana Amazon Frontlines, demandaron al Estado alegando que la comunidad de Sinangoe, que se encuentra justo aguas abajo, no fue consultada como debería haber sucedido conforme a las leyes del país. La demanda fue todo un éxito: el Gobierno federal anuló las concesiones mineras.
Cuatro años después, el Tribunal Supremo de Ecuador dictaminó que las comunidades indígenas que pudieran verse afectadas por actividades extractivas debían otorgar su “consentimiento libre, previo e informado” antes de que pudiera llevarse a cabo cualquier operación. “Si nos quedamos callados, la minería y las invasiones se expandirán”, advierte Nixon. “Nos estamos organizando para cuidar nuestras tierras, defender nuestra vida, y dejar lo que nos queda a nuestros hijos”. A veces, algunos de los guardianes hablan de su lucha como una especie de guerra territorial, como una especie de advertencia de “Esta tierra es nuestra, mantente alejado”. Pero su visión global es más integradora, incluso cosmopolita. Nixon agradece el apoyo de las ONG que les proporcionan a él y a sus compañeros tecnología como drones y cámaras. Cuando no está vigilando el bosque, Nixon crea documentales cortos para dar a conocer los esfuerzos de conservación de la comunidad. Incluso imagina un día en que los cofanes ya no tengan que patrullar su tierra ancestral en busca de invasores. Con la seguridad de saber que la tierra es suya, en vez de patrullar harían visitas a la comunidad y dirigirían excursiones guiadas, compartiendo su patrimonio con cualquiera que quisiera aprender. A la larga, asegura, “proteger este bosque no depende únicamente de los cofanes, sino de toda la humanidad”.