
La minería en Mocoa amenaza un ecosistema vital e irremplazable – La Silla Vacía
En las verdes montañas que rodean a Mocoa, capital del departamento del Putumayo, se libra una batalla crucial para el futuro ambiental de Colombia: el conflicto entre la creciente demanda global de cobre —esencial para la transición energética mundial— y la conservación de uno de los ecosistemas más biodiversos y estratégicos del planeta, el piedemonte amazónico.
En este territorio, donde los Andes se encuentran con la Amazonía, una compañía de capital extranjero proyecta explotar un yacimiento de cobre y molibdeno, considerado uno de los más grandes de América Latina. Para el mundo, ávido de materiales para tecnologías limpias, este hallazgo representa una oportunidad. Pero para Mocoa y sus habitantes, significa el riesgo de perder la base misma de su existencia.
El área propuesta para la explotación minera no es una zona cualquiera. Se trata de montañas que forman parte del cinturón de transición entre los Andes y la Amazonía, un ecosistema de alta biodiversidad y endemismo, catalogado como una de las zonas más frágiles y esenciales para la regulación hídrica de la región.
Desde estas montañas nacen ríos como el Sangoyaco, el Mulato y el Taruca, vitales para el consumo de agua de más del 42 % de los habitantes de Putumayo. Estos afluentes alimentan el río Caquetá, que a su vez desemboca en el Amazonas, la arteria principal de la selva tropical más grande del mundo.
El piedemonte andino-amazónico alberga una asombrosa diversidad biológica. Se han registrado más de 1.000 especies de aves, representando más del 50 % del total en Colombia, y la mayor cantidad de especies de primates a nivel nacional. Además, es hogar de especies emblemáticas y amenazadas como el oso andino, la danta de montaña y el jaguar. En el área del bajo río Mocoa, se han identificado unas 1.100 especies de mariposas, lo que equivale al 6 % del total mundial y al 30 % de las especies registradas en Colombia.
La intervención minera en esta zona podría alterar la estructura de estas cuencas, aumentando el riesgo de contaminación por metales pesados, afectación de fuentes subterráneas, deforestación masiva y erosión de suelos. Las consecuencias serían irreversibles no solo para los habitantes de Mocoa, sino para las comunidades indígenas, campesinas y urbanas que dependen de la integridad de este ecosistema para su sustento y para la conservación cultural.
Es cierto que el cobre se ha convertido en un mineral estratégico para la humanidad. La Agencia Internacional de Energía (IEA) advierte que la demanda de este metal podría duplicarse de aquí a 2040, impulsada por la electrificación del transporte, la expansión de energías renovables y las necesidades de infraestructura verde. Sin él, difícilmente será posible alcanzar los objetivos globales de descarbonización.
Sin embargo, esta urgencia no puede justificar cualquier sacrificio ambiental, y mucho menos en un territorio como Mocoa, donde la memoria reciente recuerda la tragedia de 2017, cuando una avalancha causada en parte por el colapso de sistemas hídricos costó la vida de más de 330 personas y dejó a miles de familias en la ruina. Intervenir masivamente la montaña no solo pondría en riesgo las fuentes de agua: podría reactivar dinámicas de vulnerabilidad geológica y social con consecuencias impredecibles.
Además, la actividad minera en zonas de alta pluviosidad como Putumayo tiene un historial de impactos negativos, el aumento de sedimentos en los ríos, liberación de contaminantes como arsénico y mercurio, fragmentación de hábitats, pérdida de cobertura boscosa y desplazamientos humanos.
En Mocoa, el debate no es solo técnico o económico, es profundamente ético. Muchas organizaciones locales, indígenas y ambientales han expresado su rechazo al proyecto, no por un capricho ideológico, sino por la defensa de un derecho fundamental: el derecho a un ambiente sano, a la autodeterminación territorial y a un futuro donde el agua sea más valiosa que el oro o el cobre.
En la vereda Pueblo Viejo, comunidades campesinas e indígenas han sostenido una asamblea permanente por más de 30 días en rechazo a las operaciones de la firma exploradora. Han denunciado la ausencia de consulta previa y la imposición de proyectos extractivos sin diálogo ni garantías, lo que ha fracturado el tejido social y generado estigmatización de quienes defienden el territorio.
A pesar de haber logrado suspensiones parciales —como la que dictó la autoridad ambiental regional tras comprobar el uso no autorizado de recursos forestales—, la presión de los mercados internacionales y las dinámicas institucionales aún amenazan con imponer la operación minera a toda costa.
La situación de Mocoa plantea una disyuntiva que interpela a toda la sociedad: ¿podemos construir un futuro más sostenible sacrificando los ecosistemas más esenciales para la vida? ¿Podemos hablar de transición energética mientras vulneramos territorios y comunidades que son guardianas de la biodiversidad global?
Si algo nos enseña la historia ambiental reciente es que la protección de áreas clave como el piedemonte amazónico no solo beneficia a quienes viven allí. Es una apuesta por la estabilidad climática, la regulación de lluvias, la captura de carbono y la supervivencia de cientos de especies —incluidos nosotros mismos.
La encrucijada de Mocoa debe ser resuelta con inteligencia, no con prisa. Requiere diálogo informado, participación comunitaria real, estudios de impacto ambiental rigurosos e independientes y, sobre todo, la comprensión de que ciertos territorios, por su valor natural y cultural, son simplemente demasiado importantes para ser negociados.
La humanidad necesita cobre, sí. Pero necesita aún más agua limpia, bosques en pie y territorios vivos. Lo que está en juego en Mocoa no es solo una mina. Es la posibilidad misma de que la transición energética sea verdaderamente sostenible y no otro capítulo de expoliación ambiental camuflado de progreso.