Hermann Bellinghausen: Israel: colonialismo corriente
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uiero mucho a mis gatos y, si tuviera perros, sería igual, pero no entiendo el nuevo humanismo blanco, antiespecista, quizá vegano, que no parpadea en apoyar, así sea tácitamente, la aniquilación de Palestina a toda máquina a régimen de hambre bajo las orugas de inmensos tanques. Cuesta trabajo imaginar que algún día lucirán cubiertos de maleza y oxidados como los tanques soviéticos en Afganistán. Hoy huelen a victoria, como decía del napalm el teniente coronel sicópata Bill Kilgore, incomparable Robert Duvall en Apocalipsis ahora.
Ese humanismo bien pensante no ve contradicción alguna en estar abiertamente con Israel, atrapado en su cajón de ya devuelvan a los rehenes para que haya paz. No quieren saber de palabrejas como genocidio, hambruna, crímenes de guerra, o de odiosas categorías como nazi-sionismo, belicismo, colonialismo. Mientras avanzan los derechos de los toros y los burros, retroceden en el mundo los derechos mínimos de millones de seres humanos, carne de cañón, daño colateral en las cuentas de quienes llevan la fiesta.
Mitos aparte, es más de lo mismo. Viene ocurriendo hace cinco siglos. El avance territorial y comercial de unas cuantas naciones en su condición de imperios ha determinado vida, muerte y sufrimiento para los condenados de la Tierra que dijera Frantz Fanon. Lo que vemos hoy en Gaza es poco, comparado con los crímenes monumentales perpetrados con toda impunidad por Gran Bretaña, Francia, España, Países Bajos y más tardíamente Bélgica, Rusia y Alemania. La diferencia es que Gaza está en los noticieros.
La creación y destrucción de mapas ha sido un atributo imperial, pero el principal ha sido, y es, un inexcusable, irracional e inhumano racismo. La convicción de que el hombre blanco es superior y sus derechos (ambiciones, venganzas y antojos) van primero. El racismo es la llave maestra del colonialismo. Lo acompaña desde el principio y tiende a empeorar, aunque por épocas se disfrace de tolerante. De hecho, presenciamos el fin de un ciclo virtuoso en favor de los derechos de la humanidad, iniciado al constatarse el Holocausto y los millones de muertes causadas por Alemania en las naciones europeas.
Los derechos de las mujeres y las minorías encontraron nuevos cauces legales. Se castigó ejemplarmente a los criminales nazis. La modernidad estableció Naciones Unidas. Se firmaron tratados de reparto, contención y paz. Se liberaron las últimas colonias de ultramar. Como de costumbre, las naciones blancas salieron ganando, ahora con participación dominante de Estados Unidos y el bienestar de las naciones forjadas en genocidios, como Australia, Canadá y Nueva Zelanda; les falló en Sudáfrica.
Siguiendo a Sven Lindqvist (Exterminad a todos los salvajes, 1998), encontramos que aniquilar poblaciones es el sello colonial. En invasiones con los dados cargados, el blanco enseñó a los “otros” cómo se asesina a distancia. Esa superioridad, más que ningún otro atributo, explica la historia del capitalismo. Lo que Inglaterra hizo en Norteamérica, Asia, el “continente negro” y Oceanía suma varias Gazas. Lo mismo Portugal en África y Brasil. Al Magreb lo asoló Francia, y hasta Alemania tuvo su probadita de gloria asesina en la actual Namibia. Siempre con respaldo de sus súbditos, y de su lado Dios, la “raza” y la fuerza.
Célebre por grotesco es el caso de Bélgica y su rey Leopoldo II, hermano de Carlota de Brabante, alguna vez emperatriz habsbúrgica de México y luego loca y encerrada. En pocas décadas, a manera de empresa personal, él cometió a control remoto tal cantidad de crímenes brutales, sólo por codicia, que hasta Europa acabó por incomodarse. Dueño personal del Congo, avalado y elogiado por los imperios (un club al que al fin accedía la joven Bélgica), desató al demonio en el corazón de África, el corazón de las tinieblas del paradigma conradiano y la reinvención de Coppola.
Por eso da escalofríos que Trump se burle de los migrantes impersonando a Kilgore: Charlie don’t surf. El pensamiento colonial, arraigado desde el Renacimiento, embarneció con las teoría de Darwin sobre la evolución y la construcción sistemática del racismo a partir de las creencias de Robert Knox (1850) para avalar la usurpación de territorios a costa de los humanos defectuosos e inferiores. La naturaleza “elige” a los mejor dotados. Británicos y franceses cruzaron la raya infinidad de veces sin que nadie se fijara.
Encantado con Knox, y sin opciones trascontinentales, Hitler acudió al pretexto del “espacio vital”, como hoy Israel, para justificar su expansión sobre los vecinos. Ello requiere degradar la humanidad de éstos. Así se domó el Wild West.
En el hedor a muerte del Congo se amasó el bienestar de Bruselas, rendidor hasta hoy que es la capital de Europa. Siguieron los discapacitados, los gitanos y los judíos. Estos últimos, incorporados al colonialismo, heredaron el dominio británico en Palestina.
La invención de las tinieblas rencarna en Israel, la nueva “excepción” supremacista, bajo la impávida mirada de Occidente.