Javier Aranda Luna: Cuando las vacas se comen las cortinas del palacio
T
odo comenzó como un sueño: con la imagen de un hombre envejecido en un palacio ruinoso rodeado de vacas que se comen las cortinas del palacio. Todo es ayer, el eco de lo que fue, ahora que ya no puede repartir premios ni castigos. Es el viejo dictador abandonado que sufre y calla en medio de su decadencia.
Gabriel García Márquez no quería hacer una novela de denuncia, como la que hiciera Miguel Ángel Asturias en El señor presidente: la historia de un dictador que gobierna con el miedo. Tampoco como la de Tirano Banderas, de Valle Inclán, donde la crueldad fue el santo y seña de su política pública.
“No me interesaba tanto denunciar a un dictador concreto, sino explorar la soledad del poder. Quería mostrar la mecánica interna de esa soledad, cómo un hombre se va pudriendo desde adentro por el poder absoluto”, comentó a Peter H. Stone en una larga y reveladora entrevista publicada en la legendaria Paris Review, en 1981.
Tardó siete años en escribir El otoño del patriarca, novela que hoy cumple medio siglo. Fue un trabajo brutal y extenuante si lo comparamos con Cien años de soledad, que escribió en sólo 16 meses.
“Fue un libro tan intenso que durante todo ese tiempo viví en un estado de posesión. Era como estar escribiendo con dos dedos en la máquina y con los otros ocho agarrado al borde de la mesa.”
Tanto a Stone como a su amigo Plinio Apuleyo, en El olor de la guayaba, les dejó clara su idea del dictador que había construido con los perfiles de una legión de hombres duros y crueles: “cuanto más poder tienes, más difícil es saber quién te está mintiendo y quién no”. Cuando se alcanza el poder absoluto “pierden contacto con la realidad, y no puede haber peor soledad que ésa”. Una persona muy poderosa “está rodeada de intereses y personas cuyo objetivo es aislarlo de la realidad”.
Por no querer escribir una novela de denuncia, sino sobre la soledad del poder, quería contar un mito, el mito del poder. Fue muy claro con Plinio Apuleyo, ese viejo amigo periodista de su juventud de todas sus confianzas: “El problema era cómo contar ese mito… La solución fue el monólogo poético. El libro no tiene capítulos ni párrafos convencionales; es sólo flujo de conciencia colectiva, como si el pueblo mismo estuviera contando y soñando al mismo tiempo la vida del patriarca”.
Para ello requería una estructura diferente y desafiante que se llegó a convertir en su mayor lucha narrativa. Como los alcances del dictador, necesitaba un lenguaje “que fuera como el viento cargado de olores y de voces, un rumor incesante”. Esa es la razón de las frases largas. Tan largas como seis u ocho páginas. “Quería que el lector se sintiera atrapado en ese laberinto igual que el dictador está atrapado en su palacio”.
Un coro de voces hace la voz narrativa. Habla el pueblo pero también él. Y por ser una polifonía, la muerte del dictador se narra varias veces desde varias miradas, “porque en el mito la verdad es múltiple”.
El desafío narrativo no terminó allí. Como en todo mito griego el tiempo no es lineal. Transcurre en forma circular. Los eventos se repiten, se anticipan, se recuerdan en un eterno presente. Eso refleja la sensación de que la dictadura es un ciclo sin fin.
En estos días de hombres fuertes encumbrados o en proceso de putrefacción es un sano ejercicio acercarnos a leer El otoño del patriarca. Allí están los Franco, Juan Vicente Gómez, Stroessner, Trujillo y todos aquellos que han hecho del terror, la censura, la impunidad, el engaño su sello de identidad.
García Márquez dijo en varias ocasiones que para escribir El otoño del patriarca escuchaba obsesivamente las Lecciones de tinieblas, de François Couperin, para encontrar el tono musical que buscaba.
Novela de no fácil lectura por su estructura experimental, según decía, hay que leerla como se nada en un río: “dejarse llevar por la corriente del lenguaje”. Esa sensación de dejarse arrastrar sin entender nos hará sentir que allí estuvimos en esa vorágine que crea el poder absoluto y se recicla en sus laberintos.