Pablo Ferrer: “Gonzalo Díaz fue, ante todo, un artista y académico que hizo del arte una forma de pensamiento”
Entrevista al prof. Pablo Ferrer sobre el trabajo y obra de Gonzalo Díaz
Desde su experiencia como exalumno, colaborador y académico del Departamento de Artes Visuales, Pablo Ferrer reflexiona sobre Gonzalo Díaz como una figura inseparable de la Universidad de Chile: un artista y maestro que hizo del pensamiento crítico, del lenguaje y del compromiso público una forma de habitar la universidad y de entender el arte como una práctica situada, reflexiva y profundamente cívica.
A pocos días del fallecimiento del artista y académico Gonzalo Díaz, ocurrido el jueves 11 de diciembre de 2025, la Facultad de Artes de la Universidad de Chile abre un espacio de memoria y reflexión a través del testimonio de Pablo Ferrer, académico del Departamento de Artes Visuales, exalumno y colaborador cercano del Premio Nacional de Artes Plásticas 2003. Más que un recuento biográfico, el prof. Ferrer profundiza sobre lo que significó trabajar con Díaz, aprender de él y pensar el arte desde una ética crítica, atenta al contexto, al lenguaje y a las estructuras de poder.
La figura del prof. Gonzalo Díaz atraviesa varias décadas de la historia artística y académica del país, influyendo en la etapa formativa de generaciones de artistas. Su paso por la Universidad de Chile, como estudiante, profesor, académico y figura activa en la vida pública universitaria, configuró una manera singular de entender el arte: una práctica situada, reflexiva y consciente de su tiempo.
¿Cómo se inicia su vínculo con el prof. Gonzalo Díaz y de qué manera comienza a trabajar con él?
Gonzalo fue mi profesor en tercer año de la carrera, en el Taller Central de Pintura. Estuve con él en tercero y cuarto año, y luego también fui su estudiante en el magíster de la Universidad de Chile. Cuando egresé, me pidió que fuera su ayudante. En ese tiempo él hacía una dupla con Enrique Matthey, y yo pasé a ser ayudante de ese taller. Desde entonces me quedé trabajando en la universidad.
Ese vínculo se fue profundizando también en otros ámbitos ya que lo ayudé en montajes de obras, en procesos de desarrollo de algunos trabajos. Ahí comenzó una cercanía que no fue solo académica, sino también intelectual y afectiva. Trabajar con Gonzalo implicaba pensar junto a él, acompañar procesos y observar cómo se construía una obra desde la intuición y la reflexión.
¿Cómo definiría el estilo o la práctica artística de Gonzalo Díaz?
No es fácil definirlo, pero probablemente él mismo se definiría como un artista conceptual. La parte más conocida de su trabajo son las instalaciones, muchas de ellas site specific, pensadas de manera particular para el lugar en que se emplazan. El sitio no es un soporte neutro: es parte constitutiva de la obra.
Aunque su obra es reconocida por estas instalaciones, su formación viene de la pintura, y hay un diálogo permanente con ella. Más allá de lo formal, hay una cuestión central en su trabajo, una reflexión sobre el poder y las instituciones. Gonzalo pensaba cómo opera el poder desde el lenguaje, desde los espacios, desde los símbolos. Por eso muchas de sus instalaciones se realizan en instituciones que, a su vez, son interrogadas por la obra. El lugar no solo alberga la obra, sino que es pensado y resignificado por ella.
¿Por qué es tan relevante el lugar en su obra y qué quiebre propone esa mirada?
Tiene que ver con alejarse de la idea de la obra como un objeto autónomo que se sostiene por sí solo en un muro. Gonzalo miraba el edificio completo, entendía que la arquitectura también es un símbolo de poder, que representa un contexto específico. Ese carácter simbólico, pero también formal, era incorporado al trabajo.
Así, el espacio entero se transforma en obra. No se trata de montar algo en un lugar, sino de que el lugar sea atravesado, pensado y resignificado por la intervención. Esa operación cambia radicalmente la manera de entender la relación entre obra y contexto.
En sus últimos años hubo un retorno visible a la pintura. ¿Cómo se explica ese gesto?
Por un lado, hay un interés por volver al origen, por entender de dónde viene su trabajo. Pero también hay algo que él mismo planteó muchas veces: muchas de sus reflexiones nacen de su relación con la pintura y con la historia de la pintura. Su formación fue en talleres de pintura, en una época en que no existían talleres de instalación o de operaciones visuales.
Gonzalo hablaba de la pintura como una “lengua madre”, como un origen del lenguaje artístico. Sus primeros trabajos son pictóricos, como la serie Paraíso perdido (1978). Luego vienen Kilómetro 104 (1984), Historia sentimental de la pintura chilena (1982), Pintura por encargo (1985). Incluso cuando su obra se desplaza hacia la instalación, el pensamiento pictórico sigue operando como estructura profunda.
¿Cómo entendía Gonzalo Díaz la enseñanza del arte?
Él siempre fue muy reticente a la idea de la pedagogía entendida de manera paternalista. Sin embargo, fue un gran pedagogo. Creía profundamente en la precisión del lenguaje, en la necesidad de construir palabras exactas para pensar y juzgar el trabajo artístico.
Tomó conceptos de la retórica, de la ciencia, de la música, de múltiples disciplinas, para desarrollar un lenguaje crítico complejo. En ese sentido, su aporte a la enseñanza fue enorme. El taller, para él, era un espacio de “circulación del habla”, un lugar de intercambio, de diálogo, donde las palabras van delineando el pensamiento.
Nunca se definió a sí mismo como maestro, aunque lo fue. Su resistencia tenía que ver con evitar el estereotipo del maestro autoritario o paternal. Prefería formar estudiantes capaces de tolerar la crítica, de sostener sus decisiones y de pensar por sí mismos.
¿Por qué es tan importante el pensamiento crítico en su obra?
Más que crítico, su arte es profundamente reflexivo. Pensar críticamente no es solo oponerse, sino tener conciencia de los medios, del contexto, de las propias posibilidades de intervención en la realidad. La pintura, para él, era un medio con leyes propias, pero también un modelo reducido de la realidad, capaz de poner en tensión otras relaciones.
Su obra mantiene siempre un vínculo con lo que ocurre alrededor. Vivió el golpe militar y la dictadura, y eso fue un problema para él, algo que lo afectó profundamente. No respondió desde la propaganda ni desde la ilustración directa, sino desde una elaboración lenta y compleja. Cuando se enteró de los cuerpos encontrados en los hornos de Lonquén de campesinos asesinados por la dictadura, guardó las imágenes de la tragedia y las procesó durante diez años antes de encontrar una forma de darle forma a la obra que lleva ese nombre (Lonquén, 1989).
Esa demora también es parte de su ética, el hacerse cargo de que lo tremendo no es inmediato ni simple.
¿Cómo describiría su legado en la Universidad de Chile?
Gonzalo Díaz es una figura profundamente universitaria. Se formó en la Escuela de Bellas Artes, fue académico durante décadas, participó activamente en la vida política e institucional de la Universidad de Chile y entendió siempre el arte como una práctica pública y cívica.
Su legado no se mide solo en obras emblemáticas como Banco/Marco de pruebas (1988), Lonquén (1989), la instalación Quadrivium ad usum Delphini (1997) o Unidos en la gloria y en la muerte (1997), sino en la cantidad de artistas que pasaron por su taller, en la forma en que instaló el pensamiento crítico como una exigencia ética, y en su convicción de que el arte no puede desligarse de la realidad que lo rodea.
Gonzalo Díaz fue, ante todo, un artista y académico que hizo del arte una forma de pensamiento. Y esa enseñanza, más que cerrarse con su partida, continúa abierta en quienes aprendieron a mirar, a decir y a cuestionar junto a él.