Javier Aranda Luna: Los Nacimientos y la identidad
D
ice Proust, en su obra capital donde la prosa es una forma de razonamiento, que los hechos no penetran en el mundo donde viven nuestras creencias y, como no les dieron vida, no las pueden matar. Pueden estar desmintiéndolas constantemente sin debilitarlas.
Tal vez por eso el antiguo voceador de periódicos metido a párroco de pueblo y a poeta Alfredo R. Placencia quiso “revelar lo negado a los ojos profanos, la hermosura oculta a los sabios y revelada a los humildes”. Hermosura que Carlos Monsiváis encontó en este villancico del siglo XIX cantado en fechas similares a esta: “Ya parió María / Ya parió José / Los ángeles todos / y el niño también”.
Placencia, echado de ladito por su sangre devota, fue, si hacemos caso a José Emilio Pacheco, el mejor poeta católico antes de Pellicer.
El poeta jalisciense y el tabasqueño compartían, además de la devoción por los altos arcanos, el amor por la poesía. Pero si Placencia increpó al Altísimo en su “Dios ciego”, Pellicer no sólo le dedicó versos, sino la construcción de Nacimientos, esas instalaciones que, a diferencia de las actuales, no requieren de numerosas cédulas para explicar los conceptos que a simple vista no se distinguen en los museos.
En Pellicer, ya lo notaron los creadores de Poesía en movimiento, los elementos se concilian: la tierra, el aire, el agua, el fuego le permiten mirar “en carne viva la belleza de Dios”. Su poesía es una “luminosa metáfora”, una “alabanza al mundo”. Pero su poesía también fueron sus Nacimientos, donde los elementos conviven. Por eso llegó a decir el poeta que esas festivas instalaciones navideñas eran lo único notable que había hecho en su vida. En sus Nacimientos se escuchaba su voz profunda grabada en acetato que decía, casi cantaba: Júbilos pastorales llenan de sal la noche. / La dulce paz agreste llena de amor se, da. / Una estrella que ha ido a prenderse en un árbol / iluminó el sendero enflorado de paz.
O también: Esta noche alojemos / en nuestro corazón / las palabras tan simples / desta clara canción. / No digan de nosotros: / “Fue el genio de la guerra”; / que de nosotros digan: / “Trajo la paz a la Tierra”.
Rescata el poeta Gabriel Zaid en la introducción de Cosillas para el Nacimiento estas palabras de Pellicer: “Desde siempre organizo el Nacimiento cada Navidad en mi casa. Estoy seguro de que es lo único notable que hago en mi vida. Es casi una obra maestra. He podido juntar la plástica, la música y el poema, así cada año”. Un verdadero happening donde participaba directamente el poeta.
Esos Nacimientos tan suyos y que le inculcara su madre, seguramente fueron permeados por los que conociera en sus viajes por el país.
De las muchas tradiciones que nos llegaron con la Conquista, ésta que se utilizó para evangelizar a los “indios” se convirtió en una gozosa apropiación.
Por eso hoy en los llamados pueblos originarios los hay con personajes rubios y vestidos de gaucho; regordetes y morenos, como ángeles de la iglesia de Tonantzintla; coloridos y llenos de flores, a pesar del invierno bíblico; alumbrados con soles y lunas de manera simultánea; estilizados y lánguidos, como santos de iglesias europeas; con vestidos de oro, a pesar de la pobreza referida en los evangelios, o montada en bicitaxi la sagrada familia con todo y reyes magos y ángel viajando de a mosquita; o de barro negro con una María con traje de tehuana y con un niño maíz, sustento de la vida, como podemos verlos en la espléndida exposición de Nacimientos, en el Ex Palacio de Iturbide.
Dice la cantante y senadora Susana Harp que los Nacimientos “creados por artesanas y artesanos que emplean técnicas tradicionales y materiales locales”, los convierte en “auténticas expresiones de identidad cultural y arte popular”.
Muerto Pellicer, ahora sólo podemos imaginar sus Nacimientos, instalados en su cochera, por la memoria de Gabriel Zaid: “Después de encontrar piedras y ramas en el campo, hacía trabajos de carpintería, de pintura, de electricidad, de sonido… Todo el espacio… estaba ocupado por una especie de escenario que, a través de una bóveda que representaba el cielo, cerraba al fondo con un horizonte curvo, espectacular. La inmensidad del espacio se acentuaba con diversos recursos de perspectiva: la alineación, el tamaño de las figuras, los colores, el tema de las ‘escenas’ próximas y remotas. No había un árbol típico de Navidad. El conjunto recordaba más bien un gran paisaje del valle de México pintado por Velasco”.