Renovables para todos: por un nuevo contrato social y territorial | Clima y Medio Ambiente
Cualquier debate sobre las renovables debe empezar con dos ideas que en las últimas semanas están quedando fuera de foco. En primer lugar, la profunda crisis climática en la que nos encontramos y que no hace más que empeorar año tras año, poniendo en riesgo la posibilidad de una vida digna para la inmensa mayoría de los habitantes del planeta, principalmente los más vulnerables.
El papel de las renovables es clave para combatir la crisis climática porque, en segundo lugar, no podemos olvidar tampoco que el 80% de la energía que consumimos son combustibles fósiles que importamos de otras regiones del mundo y cuya quema causa precisamente el cambio climático, así como todo tipo de contaminaciones a nivel local y no pocas zonas de sacrificio. Dejar de lado este dato en el debate puede dar lugar a muchos equívocos. Por supuesto, es necesario reducir el consumo energético de nuestras sociedades, pero esta enorme dependencia fósil es lo que explica la necesidad de electrificar numerosos procesos y actividades y la urgencia de producir más energía renovable para alimentarlos.
Una tercera cuestión a tener en cuenta, y que contamina todo, es que esta transición ecológica debe empezar a desarrollarse en el seno de un capitalismo neoliberal con un sector energético profundamente oligopólico cuya única preocupación es generar beneficio a corto plazo. Si bien soplan nuevos vientos de cola en favor de un Estado emprendedor, de la política industrial y la intervención pública en los sectores cruciales, el reverso trágico es que no tenemos tiempo hasta que llegue un orden nuevo. La transición ecológica y la salida del neoliberalismo deben hacerse simultáneamente. Esa es la gran tarea y el gran reto de nuestra generación.
Es en este contexto climático y político en el que se está produciendo una compleja polémica sobre el imprescindible despliegue de las renovables en nuestro país. Un debate necesario que nos debe acercar a una transición ecológica social y territorialmente justa, que es el objetivo que la mayoría de implicados en el mismo perseguimos.
Alrededor de las renovables existen diferentes cuestiones importantes pero, en mi opinión, secundarias a la hora de explicar las tensiones actuales: su impacto ambiental local (real y que debe ser minimizado, pero siempre inferior a nivel global que el que tendrá la crisis climática o la quema de combustibles fósiles), la disyuntiva sobre si se ha de priorizar la fotovoltaica en suelo o en tejado (el consenso entre los expertos es que por cantidad y ritmo de instalaciones necesarias hay que avanzar en los dos en paralelo) y la competencia entre renovables y agricultura. En este último caso hay que resaltar que agricultura y energía son dos sistemas igualmente artificiales, imprescindibles y contaminantes (en España, la agricultura genera más emisiones que la producción de electricidad) que deben ser descarbonizados. Sin embargo, teniendo en cuenta que la fotovoltaica a 2030 apenas requerirá un 0.3-0.5% de la superficie agricultura útil (por comparar, un 10% de la superficie agrícola está abandonada), que se pueden usar terrenos baldíos, que existen usos combinados como la agrovoltaica, se puede afirmar que más allá de casos concretos escandalosos no existe una amenaza ni una competición global real entre renovables y agricultura.
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Junto a estos existen tres cuestiones fundamentalmente políticas que creo que hay que abordar con más extensión.
Desigualdad territorial
España presenta una profunda desigualdad territorial entre la producción y consumo de electricidad que es reflejo del modelo político centralista que lo causa. Extremadura, que produce un 423% de la energía que consume y Madrid con un 5% son casos tan extremos que rozan lo obsceno, pero también tenemos casos intermedios como País Vasco y Cantabria con un 50% o el País Valenciano con un 69%. Esta desigualdad no sólo se produce entre Comunidades Autónomas sino también dentro de cada una de ellas, siendo paradigmático el ejemplo de las diferencias entre Tarragona y Girona dentro de Cataluña.
La transición ecológica debe corregir estas desigualdades teniendo en cuenta el diferente aprovechamiento de los recursos renovables (Madrid es menos apta para la eólica que Cantabria como Asturias es menos apta para fotovoltaica que Andalucía) y que las regiones urbanas difícilmente pueden ser autosuficientes energéticamente a corto plazo, como tampoco lo son, por ejemplo, a nivel alimentario.
A pesar de esto, debido a que sólo el 20% de la energía que consumimos es eléctrica, a nivel energético todas y cada una de las comunidades autónomas son importadoras netas de energía y, puesto que sólo en torno al 50% de la electricidad que producimos es renovable, ninguna comunidad tiene ahora mismo más renovables de las que va a necesitar de aquí a un par de décadas ni aun teniendo en cuenta reducciones sustanciales del consumo energético. En ningún caso esto es una excusa para mantener esas desigualdades territoriales sino que muestra que la desigualdad en lo instalado hasta ahora tiene margen de ser corregido.
Otra fuente de conflicto es que la transición energética se está dando en un contexto oligopólico cuya búsqueda del beneficio ante todo ha quedado negro sobre blanco en estos últimos meses de crisis energética, a lo que además se suma el repentino aterrizaje de fondos de inversión con una fuerte componente especulativa. Lógicamente, esto genera un agravio en tanto que unos recogen beneficios extraordinarios mientras otros sólo ven todo tipo de costes y cambios en su modo de vida.
No supone ningún consuelo para nadie resaltar que el oligopolio y los beneficios extraordinarios no son exclusivos del sector renovable, ni siquiera del eléctrico sino que son iguales o peores en los sectores fósiles responsables de la crisis climática (que además trabajan activamente contra la transición ecológica). Pero sí contextualiza la trágica dimensión del debate en este sentido: si se implantan renovables gana un oligopolio, y si no, gana el otro.
Debemos reformar el mercado eléctrico, democratizar su estructura y promover una mayor participación pública y ciudadana en la producción y distribución de electricidad. Pero como vamos tarde, no hay margen para frenar la instalación de renovables hasta conseguirlo. Lo tenemos que hacer a la vez. Negarse a asumir esta incómoda realidad es taparse los ojos ante la emergencia de la crisis climática.
Junto a estos dos debates creo que el núcleo central de la cuestión tiene su origen en el sentimiento de agravio que, con razón, sienten muchas regiones y territorios de España. Zonas que han sido abandonadas durante mucho tiempo, que sufren un proceso de despoblamiento y vaciamiento que en los últimos años ha conseguido articularse políticamente, tanto en forma de plataformas y partidos como, sobre todo, bajo la idea y el afecto de “la España vaciada”.
La realidad es que en este proceso la implantación de renovables ha tenido un papel muy secundario frente a otros vectores, pero corremos el riesgo de que se perciba como la gota que colma el vaso. Además, es justo reconocerlo, si bien las renovables apenas han promovido el vaciamiento la realidad es que, por sí mismas, tampoco van a revertirlo sin un contexto institucional favorable. El empleo que generan es escaso a medio plazo y el que crean durante la fase de construcción es muchas veces un empleo especializado que procede de otras localidades.
Es en ese contexto de abandono y agravio histórico en el que el despliegue de las renovables supone un llover sobre mojado que se encuentra con resistencias que, como en todo conflicto, están cargadas con un buen número de buenas y malas razones. Resistencias que, en general, no surgen del egoísmo o del caricaturizable “rechazo al progreso” sino de muy razonables dudas sobre el impacto ambiental y social y, en muchas regiones, de la desconfianza de procesos similares con resultados decepcionantes, pero en las que se mezclan intereses con diferentes grados de legitimidad, sobre todo cuando el conflicto se contextualiza en la dimensión global de la justicia climática. Ni que decir tiene que lo mismo ocurre entre aquellos que apostamos por un despliegue lo más rápido y justo posible de las renovables. Ni queremos arrasar el campo ni queremos imponerlo “desde Madrid”, pero a veces la dimensión y emergencia de la crisis climática a nivel global nos puede hacer subestimar determinados impactos ambientales y sociales locales.
Este tipo de conflictos serán cada vez más habituales según vaya avanzando la transición ecológica y se vayan descarbonizando más sectores y actividades en un contexto heredado de gran desigualdad y escepticismo tras décadas de neoliberalismo. Escuchar los conflictos, atender sus razones y dilucidar colectivamente una solución consensuada. Hacerlo teniendo en cuenta el marco de las consecuencias locales y globales, tanto de la implantación de energías renovables como de no afrontar a tiempo la crisis climática. Esta la tarea que tenemos por delante plataformas territoriales, activistas ecologistas, políticos y el conjunto de la sociedad española.
En mi opinión, solucionar el conflicto con las renovables pasa por desarrollar un nuevo contrato social y territorial que permita que la transición ecológica en general y la energética en particular se haga con justicia: repartiendo de forma equitativa impactos, costes y beneficios. Propongo que en su dimensión energética este nuevo contrato se asiente sobre tres patas:
En primer lugar, debemos apostar por la implantación respetuosa de instalaciones renovables: Acelerar los trámites en plantas de pequeño y mediano tamaño que cuenten con buenas prácticas ambientales, pero inspeccionar más detalladamente los grandes complejos renovables, habilitando procesos de denegación rápida de proyectos claramente insostenibles. Crear mapas vinculantes de zonas preferentes para la instalación de renovables, topes máximos a la superficie ocupable en un municipio y aumentar la capacidad de la administración a todos los niveles territoriales (municipal, autonómico y estatal) que durante años ha sido diezmada por políticas de recortes.
Implicación de los habitantes
Es particularmente importante institucionalizar la implicación de los y las habitantes de los territorios en el despliegue renovable a través de la información, la participación y la mediación para que no sientan como una agresión que se hace a sus espaldas. Que nadie se engañe: intentar llegar a atajos en este sentido solo va a ralentizar los proyectos sea por la vía judicial o sea por la desobediencia civil. Y, por último, hay que incentivar y agilizar la instalación de renovables urbanas, porque es eficiente, porque democratiza la energía y porque además de ser justo es simbólicamente necesario para avanzar en la transición.
Por otro lado, hay que crear mecanismos directos e indirectos que aseguren que el despliegue renovable revierta favorablemente en los territorios.
Una posibilidad es una reforma del mercado eléctrico que incluya criterios que hagan que la tarifa de la luz sea más barata en dichas zonas haciendo que, por ejemplo, los peajes y cargos fijos sean menores cuanto mayor sea la proporción de potencia renovable instalada en la zona o a través de mercados de flexibilidad local. Este mecanismo de renta indirecta tiene la ventaja de ser ágil y de percibirse de forma inmediata por quién se beneficia, pero la desventaja de que es un dispositivo de corrección de mercado que, por sí mismo, no garantiza que estas compensaciones se traduzcan en un mejor desarrollo local.
Otra alternativa, no necesariamente opuesta sino complementaria a la anterior, es el establecimiento de un Fondo Soberano Renovable, similar al que tiene Noruega para el petróleo, que se alimente de impuestos a las empresas del oligopolio, licencias y concesiones a las renovables o a la producción de hidrógeno verde y cuyas inversiones directas y dividendos se canalicen preferentemente a través de una agencia de desarrollo y transición ecológica regional similar a la que opera en las Highlands escocesas (y que es una referencia europea en materia de lucha contra la despoblación) hacia servicios, infraestructuras y proyectos locales desde la perspectiva de una transición ecológica ambiciosa y apegada al territorio.
La transición ecológica es un imperativo ecológico y moral, necesaria si queremos seguir habitando un planeta que llevamos tiempo empujando por encima de sus límites. Pero no es ni será un proceso exento de conflictos. Es, ante todo, una disputa política por el reparto de los beneficios y los costes colaterales a la lucha contra la crisis climática. Aprovechémosla para reconstruir los contratos sociales nacionales e internacionales que nos permitan vivir mejor en un planeta lo menos cálido posible.
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