El Chocó Andino: Un tesoro natural amenazado por la minería – Primicias
Me saqué los zapatos. Mi abuelo siempre decía que en la playa y en la selva es mejor caminar descalzos, y es verdad. Aparte de ser algo práctico, da mayor estabilidad.
Ese día, recuerdo que me puse un jean ajustado, una camiseta floja y la chompa morada la amarré en la cintura. Me hice una cola de caballo y me fui a lo que ahora le llaman el Chocó Andino. Antes, en mi época, a esa zona le llamábamos el noroccidente de Quito. “Queda por Mindo”, decíamos para dar una referencia.
Esa mañana salí con zapatos deportivos de tela, cuando llegué al bosque húmedo y empecé a caminar, los zapatos se rompieron. Los guardé en la mochila porque no hay nada que un buen zapatero no pueda arreglar, pensé. Seguí caminando descalza, sintiendo la tierra.
Mi amigo se adelantó y del árbol agarró unas naranjas. Me dijo que al regreso me daría una limonada con panela, típica de la zona. Sonreí porque en mi casa, en Conocoto, la limonada siempre se hace con panela. No es algo novedoso para mí, pero para qué contradecirle a un amigo ecologista. Solo saqué mi termo con agua de la mochila y bebí unos bocados.
Paré un rato para tomar una foto de un colibrí azul con las alas y la cola blanca. Pero se fue ni bien llegó. Nunca había visto uno así. “En esta zona hay miles. No te imaginas cuántos pájaros hay. Luego te llevo para que conozcas un restaurante que tiene un balcón lleno de flores y mientras comes puedes ver cómo llegan los colibríes”, me ofreció.
Seguimos caminando. El suelo estaba resbaloso. Había llovido toda la noche. No estaba en la selva, a la que nunca he ido, pero me imagino que así ha de ser. No había ruido de carros ni máquinas, solo se escuchaba naturaleza: hojas caer, pájaros cantar, el aullido de un mono al que nunca vimos.
El río estaba cristalino. Mi amigo llenó el termo con agua del río, dijo que esa sí es agua de verdad, mientras que yo la tomé con mis dos manos haciendo un cuenco. Me lavé los pies, los brazos y me limpié la cara. Me acordé de mi infancia, cuando mi abuelo nos llevaba explorar ríos. Hace tanto no disfrutaba de un río limpio.
Mojados, seguimos subiendo y nos topamos con una palmera, una palmera hermosa, y mi amigo como buen biólogo me dio el nombre científico. Obvio, me olvidé al segundo, pero me acuerdo de que me contó que es una especie de palmito distinto al que comemos en lata y que es mil veces más rico.
“Los osos de anteojos se suben a la punta, le rompen y se comen pelando por capas”, me explicó haciendo mímica. Y también me enseñó cuál es la palmera de cera, de la que antiguamente se hacían los ramos para Semana Santa.
“Hubiera sido un éxito que, en vez de prohibir que se usen estas hojas para los ramos, incentivar al cultivo de esta especie. Pero para los políticos prohibir es más fácil que pensar en una estrategia autosustentable, mejor no topar ese tema, que por gusto me voy a amargar”, me dijo mientras jugaba con una de las hojas de cera que estaba en el piso.
Estaba encantada con poder sentir, ver y oler la vegetación pesada entre árboles gigantes, helechos, bromelias, orquídeas.
Una vez en una reserva ecológica aprendí algo que me dijo Oswaldo Haro: “Donde hay musgo hay vida infinita”. “Aquí en cada milímetro de atmósfera hay musgo, muchísimo musgo, así que habrá vida para siempre”, le comenté a mi amigo el biólogo.
Nos sentamos en un mirador natural y él preocupado dijo: “Valen, ojalá todos pudieran ver la importancia que tiene el Chocó Andino para Quito; además le pertenece a Quito porque está dentro del cantón, pero a nadie le importan esos detalles.
“¿Puedes creer que existen 12 concesiones para proyectos mineros en todo este sector?”. No le creí porque me pareció imposible que los gobiernos permitan algo así, “eso sería un crimen” le dije ingenuamente.
“El Chocó Andino es uno de los lugares más ricos en especies del mundo, especialmente en aves, plantas y anfibios. Muchas de estas especies son endémicas, o sea que solo se encuentran en esta región. El día que entre la minería a este pulmón morirá con cáncer”, me dijo mientras me ponía los zapatos.
Caminamos lento hasta llegar a su casa. “No puedo creer que alguien quiera destruir este lugar”, pensé en voz alta mientras él preparaba en su cabaña una limonada con agua del río, limón de sus árboles sin pesticidas y panela orgánica que vende la vecina”.
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