Minería orgánica – LaRepublica.co
Hace pocas semanas Panamá cerró la mayor mina de cobre del país, al ser declarado inconstitucional el contrato de concesión que tenía con el Estado la Sociedad Minera Panamá SA, de propiedad de First Quantum, una compañía canadiense registrada en la bolsa de valores. El cierre se produjo después de años de protestas de indígenas, pescadores y ciudadanos, así como discusiones que cubrían varios aspectos de la operación, ubicada en la Provincia de Colón.
La minera había pagado en diciembre de 2023 US$567 millones al gobierno como resultado de su actividad extractiva, correspondientes al periodo entre diciembre de 2021 y noviembre de 2023, siendo considerado “uno de los pagos más altos hechos por minera de cobre alguna en la historia”, según fuentes especializadas. Los bloqueos permanentes en el puerto y las vías y la decisión de la Corte, basada en acusaciones de corrupción y daño ambiental, obligaron a parar definitivamente el proyecto.
Sin entrar a debatir las razones por las cuales se tomó la decisión, que implica el cese total de actividades, es necesario preguntarse por el destino físico de la mina, cuyo funcionamiento requiere acciones continuas de mantenimiento que por ahora han sido suspendidas y que configuran un escenario de riesgo ambiental y social creciente, en la medida que sólo la explotación garantizaba la vida de un proyecto que fue diseñado con unos parámetros de comportamiento muy específicos. Se estima que los costos básicos de mantenimiento ascienden a una cifra de US$20 a US$30 millones de dólares al mes, por lo cual la empresa ha pedido hace pocos días autorización al gobierno panameño para vender 120.000 TM de concentrado polimetálico y poder así garantizar las inversiones requeridas del cierre de la mina, que representaba 5% del PIB del país, generaba 7.000 empleos directos y 40.000 indirectos.
Las minas, como los pozos petroleros, las centrales nucleares, los altos hornos siderúrgicos y otras entidades del Antropoceno industrial son también componentes orgánicos del ecosistema, por extrañas que parezcan, y su desmantelamiento o muerte tiene consecuencias.
El triunfo de las protestas, innegable, debe ser leído cuidadosamente como una señal de la falla en interpretar el sentir de las poblaciones, donde se mezclan argumentos ideológicos con ciencia de diferente calidad y lucha de intereses, pero que al fin y al cabo se enmarcan dentro de un conflicto de valores real, que ahora deberá entrar a resolver el tribunal de arbitramento internacional. La gran minería, no solo en Panamá, afronta serios cuestionamientos desde muchos ángulos, y por ello los proyectos extractivos del futuro deberán contar con estrategias más transparentes y participativas de las que incluso la Ley impone: la pérdida de confianza en los gobiernos es inmensa y lograr nuevos acuerdos requerirá tiempo y esfuerzo.
A la sociedad civil, por su parte, le queda reflexionar sobre el sentido pleno de sus exigencias de una sociedad “libre de minería”, en un mundo que necesita los minerales para transitar hacia modelos energéticos más sostenibles, a menos que definitivamente renuncie a la modernidad. Por ahora, hay que garantizar que la interrupción forzada del ciclo minero panameño no resulte en un desastre ambiental, económico y social más grande que el denunciado por sus opositores, quienes también deberán asumir responsabilidades históricas por sus acciones.