Ricardo Ortega, 20 años de la muerte de un reportero de guerra
Haití sigue flirteando con el abismo y en el mundo siguen asesinando a periodistas. Poco han cambiado las cosas en estos 20 años desde que una bala mató a uno de los periodistas más entusiastas que he conocido.
Conviene aclarar algo antes de continuar. No fui amigo de Ricardo Ortega, seguramente porque la vida no nos regaló esos momentos en los que se forja una amistad. No fuimos amigos, pero sí le guardo especial cariño y admiración.
Recuerdo el día en que le conocí. Fue en el hotel Intercontinental de Belgrado, en esos tiempos en los que miles de serbios querían deshacerse del suicidio colectivo al que les enfilaba Slobodan Milosevic. Llegué a la cena con retraso y ahí estaba Ricardo chapurreando con el camarero unas cuantas palabras en serbocroata (hablaba ruso de su otra vida como estudiante de Física en Moscú).
Me pareció un tipo ágil, dinámico, divertido, con una inteligencia voraz y la frescura de quienes llegan tarde al oficio y lo quieren aprender todo y rápido. Junto a Miguel Gil (otro que renunció al bufete de abogados por agrandar el reporterismo y que también cayó por otra bala asesina en Sierra Leona) es quizá el reportero que más rápido y mejor ha interpretado este trabajo. Ricardo y Miguel. Dos tipos brillantes, aguerridos y buenos compañeros.
Desde ese día de Belgrado seguí su trabajo. Me gustaba su pasión, la intención con la que narraba y esa capacidad certera de interpretar lo que ocurría a su alrededor.
Y recuerdo también la última vez que le vi. Faltaban dos años para que le asesinaran. A diario compartíamos horas de espera en las montañas de Tora Bora, en Afganistán. La guerra no avanzaba. Los B52 estadounidenses arrojaban bombas sobre las grutas en las que suponían se encontraba Osama bin Laden. Y los carros de combate muyahidines lanzaban proyectiles con un marcado sentido del ahorro armamentístico. Todos los días veíamos el mismo paisaje. Nuestro horizonte lo marcaba siempre la misma montaña porque había una línea, indefinida, que no se podía franquear. La llamábamos la línea estop jier (paren aquí).
Un día, el de la fiesta del cordero, nos dijimos: “¿Y si aprovechamos que están de celebración e intentamos cruzar esa línea y ver qué hay al otro lado de la montaña?”. Con aire despistado, los coches de Antena 3 y de Televisión Española cruzamos esa línea estop jier y recorrimos varios kilómetros hasta que un grupo de barbudos nos encañonó con sus viejos AK47. Nuestro intérprete, Naqib, descendió del coche. Nos pidió que no bajáramos. Escuchamos gritos. El muyahidín de la barba más blanca le propinó un par de tortazos a Naqib. Se desplomó, pero en cuanto pudo –con el moflete encarnado- nos guiñó un ojo. Asunto resuelto. Regresamos. Y Ricardo me comentó: “A Naqib hay que hacerle un monumento”.
Ya en el hotel, nos sonreímos y alzamos las cejas. Éramos conscientes de que habíamos cometido una inmensa estupidez, habíamos arriesgado hasta donde el sentido común dice que no se debe arriesgar… No habíamos rodado un solo plano, pero por fin habíamos descubierto lo que había detrás de nuestra montaña: otra montaña. Curiosidad de reportero. Curiosidad de Ricardo.