Consideraciones sobre un magnicidio fallido
Tras el atentado esta semana contra el primer ministro eslovaco, Robert Fico, tal vez seamos muchos los que hemos intentado no pensar en 1914: y seguro que somos muchos los que no lo hemos conseguido. Un atentado en un país centroeuropeo, llevado a cabo por un individuo radicalizado, consecuencia de una realidad polarizada y tensa: sí, definitivamente lo hemos visto antes. Así, con el asesinato de un hombre importante en un momento de volubilidad alta, con los fantasmas de la violencia entre naciones flotando en el ambiente, estalló en Sarajevo la guerra que desde entonces ha definido nuestra vida. La Gran Guerra, la llamamos en un primer momento, cuando no sabíamos que vendría una más grande; y entonces hubo que llamarla Primera, dar constancia de la Segunda y dedicarnos a tener miedo de la Tercera. En su momento también la llamamos ―o la llamaron otros: los que la hacían― la “guerra para terminar todas las guerras”, lo cual hoy tiene que ser una de las grandes ironías de la historia moderna: pues esa guerra, lejos de terminar con las demás, las produjo casi todas.
Sin la Primera guerra no se puede explicar el surgimiento de Hitler, que se alimentó del resentimiento de los humillados en Versalles, de la depresión económica que causó la derrota y de la teoría conspiranoica de la “puñalada por la espalda”: la Dolchstosslegende, que así ha pasado a la historia, era la leyenda según la cual Alemania no perdió la Primera guerra en el campo de batalla, sino traicionada desde sus propias ciudades por una alianza de judíos y socialistas. De manera que no: sin la Primera guerra no se puede explicar Hitler, ni tampoco el nazismo, ni tampoco la Segunda. ¿Es posible explicar el Holocausto sin la Primera guerra? Tal vez sí, pero es difícil. Y, como no se puede explicar la creación del Estado de Israel sin el Holocausto, no se puede explicar tampoco el ataque terrorista que perpetró Hamás el pasado 7 de octubre. Con lo cual uno podría trazar una línea ―indecisa y fluctuante, pero línea al fin y al cabo― entre el asesinato de Francisco Fernando y su esposa Sofía en Sarajevo y la guerra cruel de Israel en Gaza. Que tendrá consecuencias de espanto: pero todavía no las vemos.
Leer la historia así, como una relación inevitable de causas y consecuencias, es muy tentador, porque los seres humanos tenemos un sesgo narrativo inevitable: preferimos siempre un relato claro sobre lo que somos o nos pasa, entre otras razones porque nos permite dedicarnos a una de nuestras actividades predilectas: establecer culpables y castigar o absolver. Pero la historia, que se ve tan ordenada cuando ha pasado, nunca es ordenada cuando sucede, porque en cada momento se pueden dar todas las posibilidades. Los que nos interesamos en estas cosas nos preguntamos, un poco ociosamente, qué habría pasado el 28 de junio de 1914 si alguien no hubiera tomado la decisión de bajar la capota para que la gente pudiera ver al archiduque, y la misma pregunta se puede hacer acerca de lo ocurrido en Dallas el 22 de noviembre de 1963: ¿y si no se hubiera bajado la capota del carro de Kennedy? Sabemos que los asesinos de Francisco Fernando y Sofía estuvieron a punto varias veces de fracasar en su misión: sabemos que el primero de los conspiradores no logró dominar los nervios, y fue incapaz de disparar; sabemos que el segundo tiró una granada demasiado tarde, y la granada estalló debajo de un carro que venía detrás. Princip se encontró al carro del archiduque horas después, casi por causalidad, en una calle que el conductor no habría debido tomar. Y lo demás, literalmente, es historia.
¿Habría podido no ocurrir el crimen del archiduque? Por supuesto que sí. Y si no hubiera ocurrido, ¿dónde estaríamos ahora? En una escena que me obsesiona desde hace años, Gavrilo Princip respondió en su celda a las preguntas del doctor Martin Pappenheim, del ejército austrohúngaro, y le dijo que estaba convencido de que la guerra se habría producido aunque él no hubiera matado a nadie. ¿Tenía razón? La respuesta es: no lo sabemos. En La forma de las ruinas, una novela que escribí mientras conmemorábamos los 100 años de la guerra del 14, imaginé a una escritora serbia que escribe una novela en la cual imagina, a su vez, que Princip nunca mata al archiduque. Muchos lectores me preguntaron quién era esa escritora desconocida y dónde se conseguía esa novela, y tuve que revelarles que se trataba de una fabricación, pues mi intención era escribir esa novela en el futuro. No lo he hecho; lo haré algún día. Pero lo importante es otra cosa: que la historia está en constante movimiento, que el encadenamiento de sus hechos nunca es previsible, que se puede imaginar un futuro distinto. Y nos corresponde a todos, por lo tanto, permanecer vigilantes y exigir vigilancia a los que nos gobiernan. Pues en cada momento estamos sembrando el futuro.
En eso pienso en estos días, mientras una Eslovaquia dividida y enfrentada trata de lidiar con el magnicidio fallido de su primer ministro. Es un hombre, este Fico, que siempre ha jugado a la polarización: un populista en un partido de populistas que se vio obligado a dimitir por un escándalo ―el asesinato de un periodista que investigaba las relaciones entre su partido y la mafia italiana― y regresó al poder cinco años después, con un discurso más nacionalista y radicalizado que antes, más amigo de Rusia y de Viktor Orbán. Ahora los miembros menos responsables de su partido, que habrían podido llamar a la calma y tratar de cortar de raíz violencias futuras, han preferido extender el dedo acusador y culpar del crimen al partido de oposición y a los periodistas críticos. Ya se sabe: el manual del populista. Pero les falta imaginación: imaginación para proyectar en el futuro las consecuencias desastrosas que pueden tener, en el clima actual, sus palabras incendiarias. Y en la Europa convulsionada de estos tiempos, la falta de imaginación es algo que no nos podemos permitir.
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