El fallo contra Google preocupa a los monopolios
Google sufrió esta semana un duro revés legal cuando el juez de distrito de Columbia, Amit Mehta, aseguró que «luego de estudiar atentamente testimonios y pruebas, la corte llegó a esta conclusión: Google es un monopolio y actúa de forma de mantener ese monopolio». Como se explicaba en una nota publicada en este diario, uno de los principales mecanismos para mantener su posición dominante e impedir la competencia, es colocar el buscador Google por defecto en el navegador que viene también por defecto –Chrome— en su sistema operativo para celulares Android. El otro es pagar a potenciales competidores como Apple para que hagan lo mismo en sus propios navegadores, en este caso Safari.
En una nueva audiencia deberá determinarse qué sanciones recibirá la empresa, si solo multas o medidas más drásticas como la división en unidades más pequeñas. Cabe aclarar que en los últimos años tanto Alphabet –corporación que contiene a Google– como otras grandes empresas tecnológicas han pagado multas millonarias por distintos tipos de prácticas contra los usuarios, la competencia y los clientes sin que esto haya ocasionado un cambio más profundo en sus prácticas.
Un fallo que abre nuevas puertas
Sin embargo, este fallo en particular puede tener un efecto distinto: se trata del primero en más de 20 años que encuentra a alguien culpable de violar la legislación antimonopolios. En el 2000 se determinó que Microsoft instalaba compulsivamente el navegador Explorer en su sistema operativo en detrimento de otras opciones. De esta manera la empresa lograba utilizar su dominio en ese mercado para imponerse también en el de los browsers. Cuando salió el fallo, Netscape, el navegador que lideraba el mercado, ya había dejado de tener incidencia en el mercado, pero se abrió un espacio para nuevos jugadores, como Google mismo.
Desde entonces la justicia norteamericana ha sido bastante condescendiente a la hora de evaluar las prácticas de las grandes corporaciones tecnológicas por varias razones: en un comienzo por los discursos melosos sobre los beneficios que estas plataformas supuestamente traerían a la humanidad. Más tarde, el fenomenal negocio permitió financiar un lobby feroz.
Otra cuestión no menor es la importancia que tienen estas empresas en la competencia tecnológica que se da entre EE.UU. y China. En 2020 Mark Zuckerberg se presentó en una audiencia sobre legislación antimonopólica en el Congreso de su país. Allí defendió la necesidad de permitir que las empresas norteamericanas siguieran creciendo: «Creemos en valores como democracia, competencia, inclusión y libertad de expresión, sobre los que se construyó la economía norteamericana». Y agregó: «no hay garantía de que nuestros valores ganarán. Por ejemplo, China está construyendo su propia versión de internet enfocada en ideas muy diferentes y están exportando su visión a otras partes del mundo». En otras palabras, Zuckerberg advertía que los competidores chinos no tenían obstáculos para crecer en ese país –algo que no es tan cierto– y podrían ganar la carrera. Pese a estos argumentos algo parece estar cambiando
Cambio de tendencia
Los argumentos en favor de la autorregulación de las grandes tecnológicas han perdido fuerza en las últimos años. Una de las causas principales ha sido el escándalo de Cambridge Analytica que llevó al establishment de EE.UU. –tanto político, como mediático– a temer por el crecimiento de un Frankenstein incontrolable.
Más recientemente la nueva legislación europea, pensada para habilitar espacio a capitales locales, multiplicó sanciones y multas contra empresas estadounidenses. Este cambio permitió canalizar también las quejas de quienes sufren la asfixia de las grandes corporaciones también en EE.UU. y avanzar con las demandas. En algunos casos los fiscales de diversos estados han tomado la iniciativa con juicios; uno de los más resonantes es contra Meta por los efectos de Instagram sobre la salud mental de los jóvenes.
Así se han acumulado numerosos juicios contra Amazon, Alphabet, Meta y Apple por prácticas contra la competencia y por generar adicción, violar la privacidad, cobrar comisiones excesivas o evadir impuestos. También se han multiplicado multas por miles de millones de dólares que se acumulan sinr mella en las prácticas de estas empresas.
Este caso puede habilitar medidas más drásticas previstas por la ley antimonopólica de EE.UU. como obligar a las corporaciones a abrirle sus feudos digitales a otras empresas competidoras. Pero también puede ocurrir –este es el gran miedo de las corporaciones– que los obliguen a dividirse. Un caso que se recuerda es el AT&T que en 1982 debió dividirse en ocho unidades desconectadas entre sí.
Una ley vieja pero actual
La legislación «antitrust» de EE.UU. aplicada ahora en el fallo contra Google, es de 1890. Desde hace décadas se discute la necesidad de realizar cambios y el eje del debate es si la existencia de monopolios aumenta o no los precios finales para los consumidores. Esta discusión no parecía pertinente para empresas cuyos servicio parece, a priori, gratuito. Sin embargo, la voracidad con la que compran o imitan a sus competidores ha obligado a ampliar la mirada: es que gracias a esos servicios controlan negocios multimillonarios como el publicitario, la producción audiovisual, la logística, videojuegos y ventas al por menor.
El riesgo de abrir el debate por una nueva legislación que conciba a los monopolios de una manera más amplia es que el poder de lobby de estas empresas empuje leyes en el sentido contrario o con grietas que les permitan continuar sus rentables prácticas. Ahora habrá que ver si la justicia obliga a que el buscador de Google se transforme en una empresa separada de aquella que desarrolla el navegador Chrome o el Sistema Operativo Android. Sería un cambio de tendencia fuerte, pero tampoco está claro si alcanzaría para que se haga algo similar con los demás juicios activos.
En cualquier caso las otras corporaciones que enfrentan demandas similares están atentas a cómo se desarrolla un caso capaz de abrir las compuertas a una intervención más profunda. La justicia y la política pueden estar ante una de sus últimas posibilidades de controlar un Frankenstein capaz de desafiarlo.